Sí. Exacto. El generador era el primero de la lista. Ya comprobaría mejor la conexión cuando estuviera encendido y el purificador de aire volviera a soltar su pitidito. Para entonces habría encontrado otra linterna, a lo mejor incluso un foco Coleman. Cuando tuviera que volver a cambiar la bombona tendría un montón de luz.
– Ese es el truco -dijo-. En este mundo, si quieres que algo esté bien hecho, tienes que hacerlo tú mismo. Que se lo pregunten a Coggins. Que se lo pregunten a esa púa de Perkins. Ellos lo saben. -Se rió más aún. No podía evitarlo, le parecía graciosísimo-. Ellos lo descubrieron. No hay que incordiar a un perro grande cuando solo tienes un palito pequeño. No, señor. No-se-ñor.
Buscó a tientas el botón de encendido, lo encontró y apretó. No sucedió nada. De repente el aire de aquella sala parecía más denso que nunca.
Sabía que se engañaba, pero lo creía porque había cosas en las que había que creer. Se sopló en los dedos como quien calienta un par de dados fríos antes de tirar en una partida de
– Dios -dijo-, soy tu siervo James Rennie. Por favor, haz que este dichoso cacharro se encienda. Te lo pido en el nombre de Tu hijo, Jesucristo.
Apretó el botón de encendido.
Nada.
Se sentó en la oscuridad con los pies colgando en el interior del compartimiento de almacenaje, intentando contener el pánico que quería descender sobre él y comérselo vivo. Tenía que pensar. Era la única forma de sobrevivir. Pero le resultaba muy difícil. Cuando estabas a oscuras, cuando el corazón amenazaba con rebelarse contra ti en cualquier momento, pensar era difícil.
Y ¿lo peor de aquello? Que todo lo que había hecho y todo por lo que había trabajado durante los últimos treinta años de su vida parecía irreal. Igual que la gente que estaba al otro lado de la Cúpula. Caminaban, hablaban, conducían coches, incluso volaban en aviones y helicópteros. Pero nada de todo eso importaba bajo la Cúpula.
De acuerdo. Lo primero era la luz. Le bastaría hasta con una cajita de cerillas. En alguna de aquellas estanterías de la otra sala tenía que haber alguna. Se limitaría a recorrerlas con la mano (muy despacio, metódicamente) hasta que la encontrara. Y después buscaría baterías para ese puñetero motor de arranque. Tenía que haber baterías, de eso estaba seguro, porque él necesitaba el generador. Sin el generador, moriría.
Bueno, pero algo intercedería. Él no iba a morir ahí abajo. ¿Rosbif con Jesús? En realidad, él pasaba de esa comida. Si no podía sentarse a la cabecera de la mesa, más le valía saltársela.
Eso lo hizo reír de nuevo. Avanzó muy lentamente y con mucho cuidado de vuelta a la puerta de la sala principal. Extendió las manos por delante de sí, como si fuera ciego. Después de dar siete pasos, tocó la pared. Big Jim se movió hacia la izquierda deslizando los dedos sobre la madera y… ¡Ah! Vacío. La puerta. Bien.
La cruzó dando pasos pequeños, moviéndose ya con más seguridad a pesar de la oscuridad. Recordaba perfectamente la disposición de esa sala: estanterías a cada lado, el sofá justo delan…
Tropezó otra vez con ese puñetero chaval de las narices y cayó de bruces. Se dio con la frente en el suelo y gritó: más por la sorpresa y la indignación que por el dolor, pues había una alfombra para amortiguar el golpe. Pero, ay, Dios, tenía una mano muerta entre las piernas. Parecía tirarle de las pelotas.
Big Jim se arrodilló, se arrastró hacia delante y volvió a golpearse la cabeza, esta vez con el sofá. Profirió otro grito, después se alzó como pudo y alzó las piernas rápidamente tras de sí, como quien saca los pies del agua en cuanto se da cuenta de que está infestada de tiburones.
Se quedó tumbado en el sofá, temblando, repitiéndose que tenía que calmarse, que tenía que calmarse o de verdad le daría un ataque al corazón.
«Cuando sienta estas arritmias, tiene que concentrarse y respirar con inhalaciones largas y profundas», le había dicho el médico hippy. En aquella ocasión, a Big Jim le habían parecido chorradas