Notaba la camisa pegada al cuerpo. El corazón hizo otra de esas piruetas en tirabuzón y entonces, como por un milagro, recuperó de nuevo su ritmo normal.
Bueno. No. No exactamente, pero por lo menos adoptó algo parecido a un ritmo normal.
– ¿Carter? ¿Hijo? ¿Estás vivo?
Era ridículo, desde luego; Big Jim lo había destripado como a un pez en la orilla de un río y después le había metido un tiro en la nuca. Estaba más muerto que Adolf Hitler. Aun así, habría jurado que… bueno, casi lo habría jurado… que los ojos del chico…
Intentó no imaginar que Carter alargaba la mano y lo agarraba de la garganta. Se dijo que era normal sentirse un poco
nervioso, porque, al fin y al cabo, el chico había estado a punto de matarlo. De todas maneras no podía evitar pensar que Carter se incorporaría en cualquier momento, se abalanzaría hacia delante y le hundiría sus dientes ávidos en la garganta.
Big Jim apretó los dedos bajo la mandíbula del chico. Su carne, pegajosa de sangre, estaba fría y sin pulso. Claro. Estaba muerto. Llevaba muerto doce horas o más.
– Ya estás cenando con tu Salvador, hijo -susurró Big Jim-. Rosbif con puré de patatas. Y pastel de manzana de postre.
Eso hizo que se sintiera mejor. Siguió a gatas para recoger la linterna y, aun cuando le pareció oír que algo se movía detrás de él (el susurro de una mano, tal vez, resbalando por el suelo de cemento, buscando a ciegas), no miró atrás. Tenía que alimentar el generador. Tenía que acallar ese AAAAAA.
Mientras tiraba de una de las cuatro bombonas que quedaban para sacarla del compartimiento de almacenaje del suelo, su corazón volvió a sufrir una arritmia. Se sentó junto a la trampilla abierta, boqueando e intentando conseguir que los latidos recuperaran un ritmo regular a base de toses. Y de rezos, sin darse cuenta de que esas oraciones eran básicamente una ristra de peticiones y racionalizaciones: haz que pare, nada de esto ha sido culpa mía, sácame de aquí, yo he hecho todo lo que he podido, lo dejaré todo exactamente como estaba, esos incompetentes me han defraudado, cúrame el corazón.
– Por Jesucristo nuestro Señor, amén -dijo, pero el sonido de esas palabras fue más escalofriante que consolador. Fueron como huesos repiqueteando en una tumba.
Para cuando su corazón se hubo calmado un poco, el ronco grito de cigarra de la alarma ya había callado. La bombona del generador estaba seca. De no ser por el brillo de la linterna, la sala auxiliar del refugio nuclear se habría quedado tan a oscuras como la principal; la única luz de emergencia que quedaba allí dentro había parpadeado por última vez siete horas antes. Mientras hacía lo imposible por sacar la bombona vacía y colocar otra llena en la plataforma que había junto al generador, Big Jim recuperó el vago recuerdo de haber estampado un POSPUESTO en una petición de mantenimiento del refugio que había aparecido en su despacho hacía uno o dos años. Esa petición incluía probablemente el precio de unas baterías nuevas para las luces de emergencia. Pero no podía considerarse culpable. El dinero de un presupuesto municipal era limitado y la gente siempre extendía la mano: «Dame de comer, dame de comer».
Conectó la bombona al generador. Entonces su corazón volvió a trastabillar. Su mano se sacudió y tiró la linterna al compartimiento de almacenaje, donde rebotó haciendo ruido contra una de las bombonas que quedaban. El cristal se rompió y, una vez más, Big Jim se quedó totalmente a oscuras.
– ¡No! -gritó-. ¡No, maldito sea Dios, NO!
Pero Dios no respondió. El silencio y la oscuridad siguieron oprimiéndolo mientras su forzado corazón se asfixiaba y peleaba por seguir latiendo. ¡Órgano traicionero!
– No importa. Habrá otra linterna en la sala grande. Y también cerillas. Solo tengo que encontrarlas. Si Carter hubiera hecho acopio de ellas, para empezar, ahora podría encontrarlas fácilmente. -Era cierto. Había sobrestimado a ese chico. Había pensado que era prometedor, pero al final se había llevado un chasco con él. Big Jim rió, después se obligó a parar. El sonido resultaba algo espeluznante en una oscuridad tan absoluta.