Читаем La Cúpula полностью

– Eso no va a suceder en un buen rato -dijo Groh. No tenía ni idea de si era cierto o no-. Vaya a buscar algo al camión, aunque no sea más que una loncha de mortadela envuelta en una rebanada de pan. Tiene muy mal aspecto, soldado.

Ames sacudió la cabeza en dirección al chico que dormía sobre el suelo calcinado con la boca y la nariz ladeadas hacia la Cúpula. Su rostro estaba surcado de mugre, apenas podían ver cómo su pecho se alzaba y se hundía.

– ¿Cuánto tiempo cree que le queda, sargento?

Groh sacudió la cabeza.

– Seguramente no mucho. En el grupo del otro lado ya ha muerto alguien esta mañana. A muchos de los demás no les va demasiado bien. Y allí las cosas están mejor. Más limpio. Vaya haciéndose a la idea.

Ames sintió que estaba a punto de echarse a llorar.

– El chico ha perdido a toda su familia.

– Vaya a buscar algo de comer. Yo me quedaré hasta que vuelva.

– Pero, después de eso, ¿podré quedarme?

– El chico lo quiere a usted, soldado, y le tendrá a usted. Puede quedarse hasta el final.

Groh contempló a Ames marchar a paso ligero hacia una mesa que había cerca del helicóptero, donde habían preparado algo de comida. Allí fuera eran las diez en punto de una bonita mañana de finales de otoño. El sol brillaba y terminaba de derretir una gruesa capa de escarcha. Sin embargo, a solo unos metros de distancia había un mundo burbuja en perpetua penumbra, un mundo en el que el aire era irrespirable y el tiempo había dejado de tener ningún sentido. Groh recordó el estanque del parque del pueblo en el que había crecido. Eso fue en Wilton, Connecticut. En el estanque vivían carpas doradas, unos bichos grandes y viejos. Los niños solían darles de comer. Hasta que un día uno de los encargados tuvo un accidente con un fertilizante. Adiós peces. La decena o docena de carpas acabaron flotando muertas en la superficie.

AI mirar al chico mugriento que dormía al otro lado de la Cúpula le resultaba imposible no recordar esas carpas… solo que un chico no era un pez.

Ames regresó comiendo algo que estaba claro que no le apetecía. No era un gran soldado, en opinión de Groh, pero era buen chaval y tenía buen corazón.

El soldado Ames se sentó. El sargento Groh se sentó a su lado. A eso del mediodía, recibieron un informe del lado norte de la Cúpula: otro de los supervivientes había muerto. Un niño pequeño que se llamaba Aidan Appleton. Otro niño. Groh pensó que tal vez había conocido a su madre el día antes. Esperaba estar equivocado, pero no creía que fuera así.

– ¿Quién ha hecho esto? -preguntó Ames-. ¿Quién ha planeado esta mierda, sargento? ¿Y por qué?

Groh sacudió la cabeza.

– Ni idea.

– ¡Es que no tiene ningún sentido! -gritó Ames. Algo más allá, Ollie se movió, le faltó el aliento y acercó una vez más su rostro dormido a la escasa brisa que atravesaba la barrera.

– No lo despierte -dijo Groh, pensando: Si nos deja mientras duerme, será mejor para todos.

13

A eso de las dos, todos los exiliados estaban tosiendo excepto (increíble pero cierto) Sam Verdreaux, a quien parecía que el aire viciado le sentaba estupendamente, y Little Walter Bushey, que no hacía nada más que dormir y succionar la ración de leche o zumo que le daban de vez en cuando. Barbie estaba sentado contra la Cúpula, rodeando a Julia con un brazo. No muy lejos, Thurston Marshall había permanecido junto al cadáver cubierto del pequeño Aidan Appleton, muerto de una forma horriblemente repentina. Thurse, que no dejaba de toser, tenía a Alice en su regazo. La niña se había quedado dormida llorando. Seis metros más allá, Rusty estaba acurrucado con su mujer y sus hijas, que también lloraron hasta conciliar el sueño. Rusty trasladó el cadáver de Audrey a la ambulancia para que las niñas no tuvieran que verlo. Contuvo la respiración todo el rato; a solo trece metros hacia el interior de la Cúpula, el aire se volvía asfixiante, mortífero. En cuanto recuperó el aliento, supuso que tendría que hacer lo mismo con el pequeño. Audrey sería una buena compañía para él; siempre le habían gustado los niños.

Joe McClatchey se dejó caer junto a Barbie. Ahora sí que parecía un espantapájaros. Su pálido rostro estaba salpicado de acné y bajo los ojos tenía unos semicírculos de piel amoratada, con aspecto de magulladura.

– Mi madre está dormida -dijo Joe.

– Julia también -replicó Barbie-, así que no hables muy alto.

Julia abrió un ojo.

– No duermo -dijo, y enseguida volvió a cerrarlo. Tosió, se calmó y luego tosió un poco más.

– Benny está muy mal -dijo Joe-. Le está subiendo la fiebre, como al niño pequeño antes de morir. -Dudó un momento-. Mi madre también está bastante caliente. A lo mejor es solo porque aquí la temperatura es muy alta, pero… No creo que sea eso. ¿Y si muere? ¿Y si morimos todos?

– Eso no pasará -respondió Barbie-. Se les ocurrirá algo.

Joe negó con la cabeza.

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