Читаем La Cúpula полностью

El rostro de Joanie tembló, después se arrugó. La mujer profirió un grito de pena que se convirtió en un ataque de tos. Norrie la abrazó, tosiendo también ella otra vez.

– Barbie -dijo una voz-. ¿Podemos hablar?

Era Cox, que ahora iba vestido con ropa de camuflaje marrón y llevaba una chaqueta con forro de borreguillo para protegerse del frío del otro lado. A Barbie no le gustó la expresión sombría de su rostro. Julia lo acompañó. Se inclinaron muy cerca de la Cúpula, intentando respirar despacio y con regularidad.

– Ha habido un accidente en la base de la Fuerza Aérea de Kirtland, en Nuevo México. -Cox hablaba en voz muy baja-. Estaban realizando los tests definitivos del rayo nuclear que habíamos pensado probar y… mierda.

– ¿Ha explotado? -preguntó Julia, horrorizada.

– No, se ha fundido. Han muerto dos personas, y es muy probable que otra media docena mueran a causa de quemaduras y/o intoxicación por radiación. El caso es que hemos perdido el arma. Hemos perdido esa condenada arma nuclear.

– ¿Se ha debido a un mal funcionamiento? -preguntó Barbie, casi esperando que lo hubiera sido, porque eso querría decir que de todas formas no habría servido de nada.

– No, coronel. Por eso he utilizado la palabra «accidente». Eso pasa cuando la gente va demasiado deprisa, y estos días todos hemos ido perdiendo el culo.

– Lo siento mucho por esos hombres -dijo Julia-. ¿Lo saben ya sus familias?

– Dada vuestra situación, es muy amable por tu parte que pienses en eso. Pronto los informarán. El accidente ha tenido lugar a la una de esta madrugada. Ya han empezado a trabajar en el Muchacho Dos. Debería estar listo dentro de tres días. Cuatro como máximo.

Barbie asintió con la cabeza.

– Gracias, señor, pero no estoy seguro de que dispongamos de tanto tiempo.

Un prolongado y débil lamento de pena (un lamento de niña) se elevó tras ellos. Cuando Barbie y Julia dieron media vuelta, el lamento se convirtió en una serie de toses ásperas y ávidas boqueadas de aire. Vieron a Linda arrodillarse junto a su hija mayor y estrecharla entre sus brazos.

– ¡No puede estar muerta! -gritó Janelle-. ¡Audrey no puede estar muerta!

Pero así era. La golden retriever de los Everett había muerto durante la noche, en silencio y sin armar alboroto, con las pequeñas J durmiendo una a cada lado de ella.

11

Cuando Carter volvió a la sala principal, el segundo concejal de Chester's Mills estaba comiendo cereales de una caja que tenía un loro de dibujos animados en la parte de delante. Carter reconoció el mítico pájaro de numerosos desayunos de su infancia: el tucán Sam, santo patrón de los Froot Loops.

Deben de estar más rancios que la leche, pensó Carter, y experimentó un fugaz momento de lástima por el jefe. Después pensó en la diferencia entre setenta y pocas horas de aire y ochenta, o cien, y su corazón se endureció.

Big Jim sacó otro puñado de cereales de la caja, después vio la Beretta en la mano de Carter.

– Vaya -dijo.

– Lo siento, jefe.

Big Jim abrió el puño y dejó caer de nuevo los Froot Loops en cascada dentro de la caja, pero tenía la mano pegajosa y algunos aros de cereal de vivos colores se le quedaron pegados en los dedos y la palma de la mano. El sudor brillaba en su frente y goteaba desde sus amplias entradas.

– Hijo, no lo hagas.

– Tengo que hacerlo, señor Rennie. No es nada personal.

Y no lo era, decidió Carter. Ni siquiera un poco. Estaban allí atrapados, eso era todo. Y, puesto que había sucedido a consecuencia de las decisiones de Big Jim, Big Jim tendría que pagar el precio.

Rennie dejó la caja de Froot Loops en el suelo. Lo hizo con cuidado, como si le diera miedo que pudiera hacerse añicos si la trataba con brusquedad.

– Entonces, ¿qué es?

– Todo se reduce… al aire.

– Aire. Comprendo.

– Podría haber entrado aquí con el arma escondida a la espalda y haberle metido una bala en la cabeza sin más, pero no he querido hacerlo así. Quería darle tiempo para que se prepare. Porque usted me ha tratado bien.

– Entonces, no me hagas sufrir, hijo. Si no es nada personal, no me harás sufrir.

– Si se queda quieto, no sufrirá. Será rápido. Como disparar a un ciervo herido en el bosque.

– ¿Podemos hablarlo?

– No, señor. Estoy decidido.

Big Jim asintió.

– Está bien, pues. ¿Puedo pronunciar antes unas palabras de oración? ¿Me concederías eso?

– Sí, señor, puede rezar si quiere. Pero que sea rápido. Esto también es difícil para mí, ¿sabe?

– Te creo. Eres un buen chico, hijo.

Carter, que no había llorado desde los catorce años, sintió un escozor en el rabillo del ojo.

– Llamarme «hijo» no le servirá de nada.

– Sí que me sirve. Y ver que estás afectado… eso también me sirve.

Big Jim arrastró su mole fuera del sofá y se arrodilló. Al hacerlo, tiró la caja de Froot Loops y soltó una risita triste.

– No ha sido una última comida muy especial, eso sí que te lo digo.

– No, seguramente no. Lo siento.

Big Jim, que ahora le daba la espalda, suspiró.

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