La segunda vez fue a eso de las siete y media de la mañana del sábado. Lo sabía porque su reloj era de los que se encendían si apretabas un botón. Las luces de emergencia se habían apagado durante la noche y el refugio nuclear estaba completamente a oscuras.
Se sentó y sintió que algo le daba un golpe en la nuca. Supuso que sería el mango de la linterna que había usado esa noche. La buscó a tientas y la encendió. Estaba sentado en el suelo. Big Jim estaba tumbado en el sofá. Era Big Jim quien le había dado un golpe con la linterna.
– Venga, hijo -dijo Big Jim-. Date toda la prisa que puedas.
– Venga. -Una voz irritada. Y asustada-. ¿A qué esperas?
Carter se levantó, el haz de luz rebotó en las estanterías repletas del refugio (¡cuántas latas de sardinas!), y caminó hacia la habitación de las literas. Allí dentro todavía había una luz de emergencia encendida, pero parpadeaba, casi se había apagado. Y el timbre sonaba más fuerte, era un gemido constante: AAAAAAAAAAAA. El gemido de una muerte próxima.
Iluminó con la linterna la trampilla de delante del generador, que seguía produciendo ese molesto pitido monótono que, por alguna razón, le hacía pensar en el jefe cuando soltaba sus discursitos. A lo mejor el significado de ambos ruidos se reducía al mismo estúpido imperativo: «Dame, dame, dame de comer. Dame propano, dame sardinas, dame sin plomo para mi Hummer. Dame de comer. De todas formas moriré, y después también tú morirás, pero ¿a quién le importa? ¿A quién le importa una puta mierda? Dame, dame, dame de comer».
Dentro del compartimiento de almacenaje del suelo ya solo quedaban seis bombonas de propano. Cuando cambiara la que estaba casi vacía, quedarían solo cinco. Cinco bombonas de mierda, no mucho mayores que las de Blue Rhino, entre ellos y la muerte por asfixia cuando el purificador de aire dejara de funcionar.
Carter sacó una bombona, pero la dejó junto al generador. No tenía ninguna intención de cambiarla hasta que no quedara nada de propano, por muy molesto que fuera ese AAAAAA. No. Que no. Como solían decir del café de Maxwell House: era bueno hasta la última gota.
Sin embargo, estaba claro que ese timbre lo sacaba a uno de quicio. Carter supuso que podía buscar la alarma y silenciarla, pero entonces ¿cómo sabrían cuándo se estaba quedando seco el generador?
Hizo números mentalmente. Quedaban seis bombonas, cada una de ellas con una duración de unas once horas. Pero si apagaban el aire acondicionado, alargarían a doce o incluso trece horas por bombona. Mejor ser cautos y contar con doce. Doce por seis era… vamos a ver…
El AAAAAA hacía que la multiplicación fuera más difícil de lo que debería haber sido, pero al final lo consiguió. Setenta y dos horas entre ellos y una espantosa muerte por asfixia allí abajo, a oscuras. Y ¿por qué estaban a oscuras? Porque nadie se había molestado en cambiar las baterías de las luces de emergencia, por eso. Seguramente hacía veinte años o más que no las cambiaban. El jefe se había dedicado a «recortar gastos». Y ¿por qué había solo siete raquíticas bombonas de mierda en el almacén, cuando en la WCIK había un alijo de tropecientos litros esperando para estallar? Porque al jefe le gustaba tenerlo todo justo donde quería.
Allí sentado, escuchando el AAAAAA, Carter recordó uno de los dichos de su padre: «Esconde un penique y pierde un dólar». Ese era Rennie, de la cabeza a los pies. Rennie, el Emperador de los Coches Usados. Rennie, el pez gordo de la política. Rennie, el señor de la droga. ¿Cuánto había sacado con su operación de estupefacientes? ¿Un millón de dólares? ¿Dos? ¿Acaso importaba?
– ¿Carter? -La voz de Big Jim llegó flotando en la oscuridad-. ¿Vas a cambiar esa bombona o vas a quedarte ahí a escuchar cómo pita?