– Señora, perdí el carnet de conducir hace siete años. O quizá ocho. Demasiadas multas por conducir borracho. Si me pillan otra vez al volante de cualquier cosa más grande que un
Barbie pensó en comentar el error fundamental de ese razonamiento, pero ¿por qué quedarse sin aliento hablando, cuando el aliento era algo tan difícil de conseguir?
– En fin, cuatro botellas en esa carretilla roja pensé que sí podría arrastrarlas, y no había caminado ni cuatrocientos metros cuando tuve que echar mano de la primera. No había más remedio, ¿no lo veis?
Jackie Wettington preguntó:
– ¿Sabía que estábamos aquí?
– No, señora. Era terreno elevado, nada más, y sabía que el aire enlatado no me duraría para siempre. No sabía nada de vosotros, igual que no sabía nada de esos ventiladores. No tenía ningún otro sitio adonde ir.
– ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó Pete Freeman-. No debe de haber ni cinco kilómetros entre God Creek y esto.
– Bueno, eso es algo curioso -dijo Sam-. Iba por la carretera, ya sabes, por Black Ridge Road, y crucé el puente sin problemas… chupando todavía de la primera botella, aunque empezaba a hacer un calor de mil demonios, y… ¡caray! ¿Visteis ese oso muerto? ¿El que parecía que se había aplastado los sesos él solo contra un poste de teléfonos?
– Lo vimos, sí -contestó Rusty-. Déjame adivinar. Un poco más allá del oso, empezaste a sentirte atontado y te desmayaste.
– ¿Cómo lo sabes?
– Vinimos por ahí -dijo Rusty-; hay alguna clase de fuerza activa en ese sitio. Parece que afecta más a los niños y a los viejos.
– Yo no soy tan viejo -protestó Sam en tono ofendido-. Solo es que las canas me salieron pronto, como a mi madre.
– ¿Cuánto tiempo estuviste inconsciente? -preguntó Barbie.
– Bueno, no llevo reloj, pero cuando por fin me puse en marcha otra vez ya estaba oscuro, así que ha sido un buen rato. Me desperté un momento porque casi no podía respirar, cambié la botella por una llena y me volví a dormir. Una locura, ¿eh? ¡Y qué sueños he tenido! ¡Como un circo de tres pistas! La última vez que me he despertado ya ha sido de verdad. Estaba oscuro y he buscado otra botella. Cambiarla no ha sido nada difícil, porque no estaba oscuro del todo. Tendría que haber estado… tendría que haber estado más oscuro que el culo de un gato, con todo ese hollín que el fuego ha pegado en la Cúpula, pero hay un trecho brillante allá abajo, donde estaba tumbado. De día no se ve, pero por la noche es como si hubiera un millón de luciérnagas.
– El cinturón de luz, así lo llamamos nosotros -dijo Joe.
Norrie, Benny y él estaban muy juntos. Benny se tapaba la boca con la mano para toser.
– Buen nombre -dijo Sam con agrado-. En fin, yo sabía que aquí arriba había alguien, porque por entonces ya se oían esos ventiladores y se veían luces. -Hizo un gesto con la cabeza en dirección al campamento del otro lado de la Cúpula-. No sabía si conseguiría llegar antes de quedarme sin aire… esa colina es una cabrona y me he chupado las otras dos como si nada… pero he llegado.
Miró a Cox con curiosidad.
– Eh, coronel Klink, le veo el aliento. Será mejor que se ponga un abrigo o que se venga aquí, que hace calorcito. -Soltó unas carcajadas, enseñando los pocos dientes que quedaban.
– Me llamo Cox, no Klink, y estoy bien.
Julia preguntó:
– ¿Qué has soñado, Sam?
– Es curioso que me lo preguntes -dijo el hombre-, porque solo me acuerdo de uno de todos esos sueños, y salías tú. Estabas echada en el quiosco de la música de la plaza del pueblo, y llorabas.
Julia apretó con fuerza la mano de Barbie, pero sus ojos no se apartaron de la cara de Sam.
– ¿Cómo sabes que era yo?
– Porque estabas cubierta de periódicos -dijo Sam-. Ejemplares del
El
– ¿Qué pasa? Habla deprisa, aquí estoy ocupado.
Todos oyeron la voz que respondió:
– Tenemos un superviviente en el lado sur, coronel. Repito: ¡tenemos un superviviente!
8
Cuando salió el sol la mañana del 28 de octubre, «sobrevivir» era todo lo que el último miembro de la familia Dinsmore podía afirmar que hacía. Ollie estaba echado con el cuerpo apretado contra la parte inferior de la Cúpula, boqueando para conseguir respirar el escaso aire de los grandes ventiladores del otro lado y seguir con vida.
Limpiar suficiente superficie de la Cúpula de su lado antes de que se le acabara el oxígeno de la botella había sido una carrera contrarreloj. Era la que había dejado en el suelo cuando se había enterrado bajo las patatas. Recordaba haberse preguntado si explotaría. No lo había hecho, y eso había sido algo muy bueno para Oliver H. Dinsmore. De haber explotado, yacería muerto bajo un túmulo funerario de patatas rojas y blancas.