Читаем La Cúpula полностью

El campamento del ejército en la 119, en Motton, era un lugar triste la madrugada de ese sábado. Solo quedaban tres docenas de militares y un Chinook. Una docena de hombres estaban cargando las grandes tiendas y unos cuantos ventiladores Air Max de refuerzo que Cox había encargado para el lado sur de la Cúpula cuando informaron de la explosión. Los ventiladores no habían llegado a usarse. Cuando los recibieron ya no quedaba nadie para agradecer el escaso aire que podían introducir por la barrera. El fuego se extinguió a eso de las seis de la tarde, asfixiado por la falta de combustible y de oxígeno, pero en el lado de Chester's Mills había muerto todo el mundo.

La tienda de asistencia médica estaba siendo desmontada y enrollada por una docena de hombres. A los que no estaban ocupados en esa labor los habían enviado a hacer el más antiguo de los trabajos militares: patrullar la zona. Era un trabajo rutinario, pero a nadie de la patrulla «recogeporquería» le importaba. Nada podía hacerles olvidar la pesadilla que habían visto la tarde anterior, pero recoger envoltorios, latas, botellas y colillas de cigarrillo ayudaba un poco. Pronto llegaría el alba y el gran Chinook se pondría en marcha. Ellos subirían a bordo y se marcharían a otra parte. Los miembros de ese variopinto equipo estaban más que impacientes.

Uno de ellos era el soldado de primera Clint Ames, de Hickory Grove, Carolina del Sur. Llevaba una gran bolsa de basura verde en una mano y se movía despacio entre la hierba pisoteada, recogiendo algún que otro cartel olvidado y latas de Coca-Cola aplastadas para que si aquel capullo del sargento Groh miraba en su dirección le pareciera que trabajaba. Prácticamente estaba dormido de pie, y al principio creyó que los golpes que oía (sonaban como unos nudillos contra un grueso plato de Pyrex) formaban parte de un sueño. No podía ser de otra forma, porque parecían provenir del otro lado de la Cúpula.

Bostezó y se estiró, apoyando una mano en la parte baja de la espalda. Mientras estaba así, los golpes se oyeron de nuevo. Sí que procedían del otro lado de la ennegrecida pared de la Cúpula.

Después, una voz. Débil e incorpórea, como la voz de un fantasma. Se le pusieron los pelos de punta.

– ¿Hay alguien ahí? ¿Alguien me oye? Por favor… me muero.

Cielos, ¿no conocía él esa voz? Parecía la de… Ames tiró la bolsa de basura, corrió hacia la Cúpula y puso las manos sobre su superficie negra y aún caliente.

– ¡Chico de las vacas! ¿Eres tú?

Estoy loco, pensó. No puede ser. Nadie podría haber sobrevivido a esa tormenta de fuego.

– ¡AMES! -rugió el sargento Groh-. ¿Qué cojones está haciendo ahí?

Estaba a punto de volverse cuando oyó de nuevo la voz del otro lado de la barrera calcinada.

– Soy yo. No… -Se oyeron una serie de toses y gemidos irregulares-. No te vayas. Si estás ahí, soldado Ames, no te vayas.

Entonces apareció una mano. Era tan fantasmal como la voz, y los dedos dejaron una mancha en el hollín. Restregaba con la mano el interior de la Cúpula para dejar un hueco limpio. Un momento después apareció un rostro. Al principio, Ames no reconoció al chico de las vacas. Después se dio cuenta de que llevaba puesta una mascarilla de oxígeno.

– Casi no tengo aire -gimió el chico-. La aguja está en el rojo. Lleva así… media hora ya.

Ames miró los ojos angustiados del chico de las vacas, y el chico de las vacas le devolvió la mirada. Un único imperativo nació entonces en la mente de Ames: no podía dejar morir al chico de las vacas. No, después de todo a lo que había sobrevivido… a pesar de que le resultaba imposible imaginar cómo había logrado seguir con vida.

– Chico, escúchame. Arrodíllate ahí y…

– ¡Ames, capullo inútil! -bramó el sargento Groh, acercándose con grandes zancadas-. ¡Deje de tomarme el pelo y póngase a trabajar! ¡Hoy tengo cero paciencia para sus chorradas de mierda!

El soldado de primera Ames no le hizo caso. Estaba completamente concentrado en la cara que parecía mirarlo desde detrás de una mugrienta pared de cristal.

– ¡Déjate caer y aparta la porquería del fondo! Hazlo ya, chico, ¡ahora mismo!

El rostro cayó y se perdió de vista, dejando a Ames con la esperanza de que el chico de las vacas estuviera haciendo lo que le había dicho, y no que simplemente se hubiera desmayado.

La mano del sargento Groh cayó sobre su hombro.

– ¿Está sordo? Le he dicho…

– ¡Traiga los ventiladores, sargento! ¡Tenemos que traer los ventiladores!

– Pero ¿qué está diciend…?

– ¡Ahí hay alguien vivo! -gritó Ames a la cara del aterrorizado sargento Groh.

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