– Creo que no, Sam. Tengo que estar en el trabajo a las dos y…
– Yasmin te espera -dijo Sammy-. Y ya sabes que odias a esa zorra.
Bueno, eso era cierto. En opinión de Dodee, Yasmin era la más zorra de las Bratz. Y faltaban casi cuatro horas para las dos. Además, ¿y qué si llegaba un poco tarde? ¿Iba a despedirla Rose? ¿Quién más querría trabajar en ese sitio de mierda?
– Vale, pero solo un rato. Y solo porque odio a Yasmin.
Sammy soltó una risilla.
– Pero no pienso liarme con ya sabes qué. Con ninguno de los dos ya sabes qué.
– Como quieras -dijo Sammy-. Date prisa.
Así que Dodee había cogido el coche y, claro, había descubierto que torturar Bratz no tenía ninguna gracia si no ibas un poco fumada, así que fumó un poco, y Sammy también. Colaboraron para hacerle a Yasmin la cirugía plástica con un producto desatascador, lo cual fue bastante tronchante. Después Sammy quiso enseñarle la blusa monísima que se había comprado en Deb y, aunque Sam había echado un poco de tripa, a Dodee le seguía pareciendo que estaba estupenda, a lo mejor porque iban un poco colocadas -puestísimas, de hecho-, y como Little Walter seguía dormido (su padre había insistido en ponerle al niño ese nombre por no sé qué viejo
Dodee se había arrastrado para volver al pueblo a casi cien kilómetros por hora, todavía colocada y paranoica, mirando continuamente por el espejo retrovisor por si venía la poli, convencida de que si la paraban sería esa zorra pelirroja de Jackie Wettington. O de que su padre se habría tomado un descanso en la tienda y sabría por el aliento que había bebido. O de que su madre estaría en casa, tan agotada después de su estúpida clase de vuelo que habría decidido no ir al Eastern Star Bingo.
Dios escuchó sus súplicas. En su casa no había nadie. Allí también se había ido la luz, pero, alterada como estaba, Dodee ni se dio cuenta. Se arrastró escalera arriba, hasta su habitación, se desprendió de los pantalones y la blusa y se tumbó en la cama. Solo unos minutos, se dijo. Después metería en la lavadora la ropa, que olía a maría, y ella se metería en la ducha. Olía al perfume de Sammy, ese que debía de comprar en bidones de cinco litros en Burpee's.
Pero no pudo poner el despertador porque no había luz y, cuando la despertaron los golpes en la puerta, ya estaba oscuro. Cogió la bata y bajó; de pronto estaba segura de que sería esa poli pelirroja de las tetas gordas, dispuesta a llevársela arrestada por conducir borracha. A lo mejor también por merendar rajita. Dodee no creía que ese ya sabes qué en concreto fuese ilegal, pero no estaba del todo segura.
No era Jackie Wettington. Era Julia Shumway, la directora/redactora del
– Pobre niña -dijo Julia-. No lo sabes, ¿verdad?
– ¿Que no sé el qué? -había preguntado Dodee. Fue más o menos entonces cuando había empezado esa sensación de un universo paralelo-. ¡¿Que no sé el qué?!
Y Julia Shumway se lo contó.
6
– ¿Angie? ¡Angie, por favor!
Avanzaba a tientas por el pasillo. Le palpitaba la mano. Le palpitaba la cabeza. Podría haber salido a buscar a su padre -la señorita Shumway se había ofrecido a llevarla, empezando por Funeraria Bowie-, pero se le heló la sangre solo con pensar en ese sitio. Además, era a Angie a quien quería ver. Angie, que la abrazaría fuerte y sin ningún interés en ya sabes qué. Angie, que era su mejor amiga.
Una sombra salió de la cocina y se movió deprisa hacia ella.
– ¡Estás aquí, gracias a Dios! -Gimoteó con más fuerza y corrió con los brazos extendidos hacia aquella figura-. ¡Oh, es horrible! ¡Es un castigo por haber sido mala, y sé que lo soy!