La figura oscura también extendió los brazos, pero no envolvieron a Dodee en un abrazo. En lugar de eso, las manos que había al final de esos brazos se cerraron alrededor de su cuello.
EL BIEN DEL PUEBLO, EL BIEN DE LA GENTE
1
Andy Sanders estaba, efectivamente, en la Funeraria Bowie. Había ido a pie, cargando con un gran peso: desconcierto, pena, un corazón roto.
Estaba sentado en el Salón del Recuerdo I; su única compañía ocupaba el ataúd que había al frente de la habitación. Gertrude Evans, de ochenta y siete años (o puede que ochenta y ocho), había muerto de fallo cardíaco congestivo hacía dos días. Andy había enviado una nota de pésame, aunque sabía Dios quién acabaría recibiéndola; el marido de Gert había muerto hacía una década. No importaba. Cuando moría uno de sus electores, él siempre enviaba una nota de pésame escrita a mano en papel de carta color crema con un membrete que decía DEL DESPACHO DEL PRIMER CONCEJAL. Creía que era parte de su deber.
A Big Jim no se le podía molestar con esas cosas. Big Jim estaba demasiado ocupado llevando lo que él llamaba «nuestro negocio», con lo cual se refería a Chester's Mills. A decir verdad, lo llevaba como si fuera su propio ferrocarril privado, pero Andy nunca se lo había tomado a mal; sabía que Big Jim era listo. Andy sabía algo más: sin Andrew DeLois Sanders, a Big Jim ni siquiera le habrían nombrado recogedor de perros callejeros. Big Jim sabía vender coches usados prometiendo tratos que te hacían saltar las lágrimas, una financiación más que buena y regalos como aspiradores coreanos baratos, pero aquella vez que intentó conseguir la concesión de Toyota, la compañía se decidió por Will Freeman. Dadas sus cifras de ventas y su emplazamiento en la 119, Big Jim no entendía cómo los de Toyota podían ser tan estúpidos.
Andy sí. Tal vez no era el oso más listo de aquellos bosques, pero sabía que Big Jim no era cálido. Era un hombre duro (algunos -por ejemplo, los que se habían dado un batacazo con aquella financiación más que buena- habrían dicho que cruel), y era persuasivo, pero también era frío. Andy, por el contrario, tenía calidez para dar y tomar. Cuando se paseaba por el pueblo en época de elecciones, Andy le decía a la gente que Big Jim y él eran como Zipi y Zape o el Gordo y el Flaco, o la mantequilla de cacahuete y la mermelada, y que Chester's Mills no sería lo mismo sin ellos dos trabajando en equipo (junto con cualquier otra tercera persona que resultara estar por allí para subirse al carro; en esos momentos, la hermana de Rose Twitchell, Andrea Grinnell). Andy siempre había disfrutado mucho de su asociación con Big Jim. Por la cuestión económica, sí, sobre todo durante los últimos dos o tres años, pero también por su corazón. Big Jim sabía cómo conseguir que se hicieran las cosas y por qué había que hacerlas. «Tenemos una larga tarea por delante -diría él-. Lo hacemos por el pueblo. Por la gente. Por su bien.» Y eso estaba bien. Hacer el bien estaba bien.
Pero en ese momento… esa noche…
– Esas clases de vuelo no me hicieron ninguna gracia desde el principio -dijo, y se echó a llorar otra vez.
No tardó en sollozar sin contenerse, pero no importaba, porque Brenda Perkins ya se había ido llorando en silencio después de ver los restos de su marido, y los hermanos Bowie estaban en el piso de abajo. Tenían mucho trabajo que hacer (Andy comprendía, vagamente, que había sucedido algo muy malo). Fern Bowie se había ido a comer algo al Sweetbriar Rose y, al verlo regresar, Andy pensó que lo echaría de allí, pero Fern recorrió el pasillo sin asomarse siquiera a mirar a Andy, que estaba sentado con las manos entre las rodillas, la corbata suelta y el pelo alborotado.
Fern bajó a lo que su hermano Stewart y él llamaban «el taller». (¡Horrible, horrible!) Duke Perkins estaba allí abajo. Y el bueno de Chuck Thompson, maldito sea, que a lo mejor no había convencido a su mujer para que se apuntara a esas clases pero seguro que tampoco le había dicho que las dejara. Quizá abajo también había otros.
Claudette seguro.
Andy profirió un gemido lloroso y apretó las manos con fuerza. No podía vivir sin ella; imposible vivir sin ella. Y no solo porque la amara más que a su propia vida. Era Claudette (junto con las regulares inyecciones de dinero no declaradas y cada vez mayores de Jim Rennie) la que sacaba el Drugstore adelante; si hubiera dependido solo de Andy, lo habría llevado a la quiebra antes del cambio de siglo. Su especialidad era la gente, no las cuentas ni los libros de contabilidad. Su mujer era la especialista en números. O, mejor dicho, lo había sido.
Mientras el pretérito pluscuamperfecto resonaba en su mente, Andy volvió a gemir.