Y eso no era todo. También tendría que sacar alguna edición especial del
Aun así… No tendría que haber dejado sola a Dodee Sanders. Le había parecido que estaba bastante entera, pero eso podía ser la conmoción y la negación camufladas en forma de calma. Y el chocolate, por supuesto. Aunque había hablado con coherencia.
– No tiene por qué esperar. No quiero que espere.
– No sé si estar sola es lo más sensato ahora mismo, cariño.
– Iré a casa de Angie -dijo Dodee, y pareció animarse un poco al pensarlo, aunque le seguían cayendo lágrimas por las mejillas-. Ella me acompañará a buscar a mi padre. -Asintió-. Angie es con quien quiero estar.
En opinión de Julia, la chica de los McCain solo tenía un poquito más de sentido común que aquella, que había heredado la belleza de su madre y, por desgracia, el cerebro de su padre. Sin embargo, Angie era una amiga, y si alguna vez hubo una amiga que necesitara a otra amiga, fue Dodee Sanders esa noche.
– Podría acompañarte… -Aunque no quería. Era consciente de que, aun en ese estado de crudo luto en el que estaba, la chica seguramente se daba cuenta de ello.
– No. Son solo unas calles.
– Bueno…
– Señorita Shumway… ¿está segura de verdad? ¿Está segura de que mi madre…?
Muy a su pesar, Julia asintió. Había recibido la confirmación del número de cola de la avioneta a través de Ernie Calvert. El hombre también le había dado otra cosa, algo que en realidad debería haber entregado a la policía. Julia habría insistido en que Ernie se lo llevara a ellos de no ser por la aciaga noticia de que Duke Perkins había muerto y que esa rata incompetente de Randolph estaba al mando.
Lo que le había dado Ernie era el carnet de conducir de Claudette manchado de sangre. Julia lo tenía en el bolsillo mientras estaba de pie en la entrada de los Sanders, y en su bolsillo se había quedado. Se lo daría a Andy o a esa chica pálida y con el pelo revuelto cuando llegara el momento adecuado… pero ese no era el momento.
– Gracias -había dicho Dodee con un tono de voz tristemente formal-. Ahora váyase, por favor. No quiero ser grosera, pero… -No terminó la frase, solo cerró la puerta.
Y ¿qué había hecho Julia Shumway? Obedecer la orden de una chica de veinte años conmocionada por el dolor y que podría haber estado demasiado fumada para ser del todo responsable de sí misma. Sin embargo, por duro que fuese, esa noche tenía otras responsabilidades. Horace, para empezar. Y el periódico. Puede que la gente se riera de las granulosas fotos en blanco y negro de Pete Freeman y de la exhaustiva cobertura que hacía el
Se dio cuenta de que el reto realmente la atraía, y el rostro desconsolado de Dodee Sanders empezó a borrarse de su mente.
3
Horace le lanzó una mirada de reproche cuando la vio entrar, pero no había manchas de humedad en la alfombra ni ninguna sorpresita marrón bajo la silla del recibidor, un lugar mágico que él parecía creer invisible a los ojos humanos. Julia le puso la correa, lo sacó y esperó pacientemente mientras meaba en su alcantarilla preferida, tambaleándose mientras lo hacía; Horace tenía quince años, muchos para un corgi. Mientras él caminaba, ella miraba fijamente la blanca burbuja de luz en el horizonte sur. Le parecía una imagen sacada de una película de ciencia ficción de Steven Spielberg. Era más grande que nunca, y podía oír el zup-zup-zup de los helicópteros, tenue pero constante. Incluso vio la silueta de uno, acelerando a través de ese alto arco de fulgor. Pero, por Dios, ¿cuántos focos habían colocado? Era como si North Motton se hubiese convertido en una zona de aterrizaje en Iraq.
Horace empezó a caminar en círculos perezosos, olisqueaba en busca del lugar perfecto para terminar con el ritual de eliminación de la noche haciendo esa danza canina siempre tan popular, el Baile de la Caca. Julia aprovechó la oportunidad para probar otra vez suerte con el teléfono móvil. Como demasiadas veces ya esa noche, solo consiguió la habitual serie de tonos… y luego nada más que silencio.