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Hacía veinte años que el Democrat no se imprimía allí. Hasta 2002, Julia había llevado la maqueta a la rotativa de View Printing, en Castle Rock, y desde entonces ya ni siquiera tenía que hacer eso. Enviaba las páginas por correo electrónico el martes por la noche y View Printing entregaba los periódicos terminados y perfectamente empaquetados en plástico antes de las siete en punto de la mañana siguiente. Para Julia, que había crecido viéndoselas con las correcciones a boli y un ejemplar escrito a máquina que se enviaba «por correo» cuando lo terminaban, aquello era algo mágico. Y, como todo lo mágico, no demasiado fiable.

Esa noche, su desconfianza estaba justificada. Tal vez consiguiera enviar las compaginadas a View Printing, pero nadie podría entregar los periódicos impresos a la mañana siguiente. Supuso que por la mañana ya nadie lograría acercarse a menos de ocho kilómetros de las fronteras de Mills. Ninguna de sus fronteras. Por suerte para ella, en la antigua rotativa había un precioso y enorme generador, su fotocopiadora era un monstruo y ella tenía más de quinientas resmas de papel almacenadas en la parte de atrás. Si conseguía que Pete Freeman la ayudara…, o Tony Guay, que cubría la sección de deportes…

Horace, mientras tanto, por fin había encontrado la posición. Cuando hubo terminado, ella se puso manos a la obra con una bolsita verde en la que ponía CacaCan, preguntándose qué habría pensado Horace Greeley de un mundo en el que la sociedad no solo esperaba que recogieras mierdas de perro de la cuneta, sino que era una responsabilidad legal. Pensó que se habría pegado un tiro.

En cuanto la bolsita estuvo llena y cerrada con un nudo, volvió a probar suerte con el teléfono.

Nada.

Se llevó a Horace a casa y le dio de comer.

4

El móvil sonó cuando se estaba abrochando los botones del abrigo para acercarse en coche hasta la barrera. Llevaba la cámara al hombro, casi se le cayó al rebuscar en el bolsillo. Miró la pantalla y vio las palabras NÚMERO PRIVADO.

– ¿Diga? -contestó, y su voz debió de transmitir algo, porque Horace (que esperaba junto a la puerta, más que dispuesto a salir de expedición nocturna ahora que había descargado y comido) levantó las orejas y la buscó con la mirada.

– ¿Señora Shumway? -Una voz de hombre. Brusca. Con tono oficial.

– Señorita Shumway. ¿Con quién hablo?

– Con el coronel James Cox, señorita Shumway. Ejército de Estados Unidos.

– Y ¿a qué debo el honor de esta llamada? -Ella misma notó el sarcasmo de su voz y no le gustó (no era profesional), pero tenía miedo, y el sarcasmo había sido siempre su respuesta ante el miedo.

– Necesito ponerme en contacto con un hombre que se llama Dale Barbara. ¿Conoce a ese hombre?

Por supuesto que lo conocía. Y le había sorprendido verlo en el Sweetbriar esa misma tarde. Estaba loco quedándose en el pueblo. Además, ¿no le había dicho Rose el día anterior que se había despedido? La historia de Dale Barbara era una de los cientos de historias que Julia conocía pero no había publicado. Cuando diriges el periódico de una población pequeña, tienes cuidado de no abrir muchas cajas de los truenos. Eliges muy bien tus guerras. Y, de todas formas, ella dudaba mucho que los rumores sobre Barbara y la buena amiga de Dodee, Angie, fueran ciertos. Para empezar, creía que Barbara tenía mejor gusto.

– ¿Señorita Shumway? -Cortante. Oficial. Una voz del exterior. Julia podía enfadarse con el dueño de esa voz solo por eso-. ¿Sigue ahí?

– Sigo aquí. Sí, conozco a Dale Barbara. Trabaja de cocinero en el restaurante de Main Street. ¿Por qué?

– No tiene teléfono móvil, por lo que parece, en el restaurante no contestan…

– Está cerrado…

– … y las líneas fijas no funcionan, claro está.

– En este pueblo nada parece funcionar muy bien esta noche, coronel Cox. Tampoco los móviles. Pero veo que no ha tenido usted ningún problema para ponerse en contacto conmigo, lo cual me lleva a preguntarme si no serán sus muchachos los responsables de ello. -Su furia, nacida del miedo, como su sarcasmo, la sorprendió-. ¿Qué es lo que han hecho? ¿Qué es lo que ha hecho su gente?

– Nada. Por lo que yo sé, nada.

Se quedó tan perpleja que no se le ocurrió qué contestar. Lo cual no era propio de la Julia Shumway que conocían los más antiguos habitantes de Mills.

– Los móviles, sí -dijo el coronel-. Las llamadas a y desde Chester's Mills han quedado bastante restringidas. En interés de la seguridad nacional. Y, con el debido respeto, usted en nuestra situación habría hecho lo mismo.

– Lo dudo.

– ¿De verdad? -parecía interesado, no molesto-. ¿En una situación para la que no hay precedentes en toda la historia mundial, y que induce a pensar en una tecnología que está mucho más allá de lo que ni nosotros ni nadie puede llegar a comprender?

De nuevo se encontró atascada y sin respuesta.

– Necesito hablar con el capitán Barbara -dijo el hombre, regresando al guión original.

En cierta forma, a Julia le había sorprendido esa digresión tan apartada del mensaje principal.

– ¿Cómo que «capitán» Barbara?

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