– Creo que será mejor que haga una buena compra semanal -dijo, pensativa.
– Si vas, saluda a Rose Twitchell. Seguramente la acompañará el fiel Anson Wheeler. -Al recordar los consejos que le había dado a Rose, rió y dijo-: Carne, carne, carne.
– ¿Cómo dices?
– Si tienes un generador en casa…
– Claro que tengo, vivo encima del periódico. No es una casa sino un apartamento muy agradable. El generador fue un gasto deducible. -Eso lo dijo con orgullo.
– Pues compra carne. Carne y comida enlatada, comida enlatada y carne.
Julia lo pensó. El centro del pueblo quedaba allí delante. Había muchas menos luces que de costumbre, pero aun así eran unas cuantas.
– ¿Te ha dado tu coronel alguna idea sobre dónde encontrar ese generador?
– No -dijo Barbie-. Encontrar basura solía ser mi trabajo. Él lo sabe. -Calló un momento y luego añadió-: ¿Crees que puede haber algún contador Geiger en el pueblo?
– Sé que hay uno. En el sótano del ayuntamiento. En realidad supongo que tú lo llamarías subsótano. Allí hay un refugio nuclear.
– ¡No me jodas!
Ella se rió.
– No jodo, Sherlock. Escribí un reportaje sobre el asunto hace tres años. Pete Freeman hizo las fotografías. En el sótano hay una gran sala de plenos y una pequeña cocina. El refugio queda medio tramo de escaleras por debajo de la cocina. Es de un tamaño considerable. Lo construyeron en los cincuenta, cuando los entendidos nos estaban todo el día encima, dando la lata.
– Sí, lo veo y subo a
– La comida en lata debe de estar deliciosa después de cincuenta años.
– La verdad es que reponen las reservas a menudo. Incluso hay un pequeño generador que bajaron después del 11 de Septiembre. Si consultas las Actas Municipales verás una partida presupuestaria para el refugio cada cuatro años más o menos. Solía ser de unos trescientos dólares. Ahora es de seiscientos. Ya tienes tu contador Geiger. -Lo miró un instante-. Desde luego, James Rennie considera que todo lo del ayuntamiento, desde el ático hasta el refugio nuclear, es de su propiedad, así que querrá saber para qué lo quieres.
– Big Jim Rennie no va a saberlo -repuso él.
Ella lo aceptó sin ningún comentario.
– ¿Quieres venirte a las oficinas conmigo? ¿A ver el discurso del presidente mientras empiezo a compaginar el periódico? Será un trabajo rápido y sucio, eso te lo aseguro. Un artículo, media docena de fotos para consumo local, ningún anuncio de las Rebajas de Otoño de Burpee's.
Barbie lo pensó. Al día siguiente iba a estar muy ocupado, no solo cocinando, sino haciendo preguntas. Empezando otra vez con su viejo trabajo, a la vieja usanza. Por otra parte, si volvía a su apartamento encima del Drugstore, ¿conseguiría dormir?
– Vale. Seguramente no debería decirte esto, pero tengo unas aptitudes excelentes como chico para todo. También preparo un café estupendo.
– Caballero, queda usted aceptado. -Levantó la mano derecha del volante y Barbie y ella chocaron los cinco-. ¿Puedo hacerte otra pregunta? Quedará entre nosotros.
– Claro -dijo él.
– Ese generador de ciencia ficción… ¿crees que lo encontrarás?
Barbie lo estuvo pensando mientras ella aparcaba junto a los ventanales de las oficinas del
– No -dijo al cabo-. Eso sería demasiado fácil.
Julia suspiró y asintió. Después le apretó los dedos.
– ¿Crees que ayudaría que rezáramos para conseguirlo?
– No hará ningún mal -dijo Barbie.
4
Solo había dos iglesias en Chester's Mills el día de la Cúpula: ambas ofrecían productos de la gama protestante (aunque de estilos muy diferentes). Los católicos iban a Nuestra Señora de las Aguas Serenas, en Motton, y aproximadamente la docena de judíos que vivían en el pueblo iban a la Congregación Beth Shalom de Castle Rock cuando necesitaban consuelo espiritual. En su día hubo también una iglesia Unitaria, pero murió por dejadez a finales de los ochenta. De todas formas, todo el mundo coincidía en que había sido una especie de chifladura hippy. El edificio albergaba ahora a Libros Nuevos y Usados Mills.
Esa noche los dos reverendos de Chester's Mills estaban -usando una expresión que a Big Jim le gustaba, «hincados de rodillas», pero su forma de dirigirse a sus fieles, su estado mental y sus expectativas eran muy diferentes.
La reverenda Piper Libby, que guiaba a su rebaño desde el púlpito de la Primera Iglesia Congregacional, ya no creía en Dios, aunque ese era un dato que no había compartido con sus congregantes. Lester Coggins, por otro lado, creía hasta el punto del martirio o la locura (dos palabras para designar una misma cosa, tal vez).