Читаем La música del Adiós полностью

Pero no acababa de estar claro; Clarke lo advertía también. El móvil de Rebus, que estaba en la mesa, comenzó a vibrar haciendo temblar el vaso próximo a él. Lo cogió y se apartó para tener más cobertura o evitar el barullo del local. En el salón de atrás había más gente: tres turistas desconcertados en un rincón que miraban con exagerado interés los diversos objetos y anuncios de la pared, y dos hombres con traje inclinados sobre otra mesa, discutiendo algo en voz muy baja. La televisión emitía un concurso.

– Podíamos formar un grupo los cuatro -dijo Tibbet, y Hawes manifestó su sorpresa-. En Jefatura, una semana antes de Navidad, van a formar uno para un concurso en un pub -añadió él.

– Para entonces -terció Clarke-, seremos un equipo de tres.

– ¿Sabes algo del ascenso? -preguntó Hawes. Clarke negó con la cabeza-. Se lo toman con tranquilidad -añadió pinchando más.

Rebus regresó.

– ¿A que no sabéis una cosa? -dijo sentándose-. Era Howendall, con novedades. Los análisis demuestran que el poeta ruso eyaculó en algún momento durante el día. Por lo visto han descubierto manchas en los calzoncillos.

– Tal vez ligó en Glasgow -aventuró Clarke.

– Quizá -dijo Rebus.

– ¿Él y ese especialista en sonido? -sugirió Hawes.

– Todorov estaba casado -dijo Clarke.

– Pero con los poetas nunca se sabe -añadió Rebus-. Pudo ser bastante después de la cena, desde luego.

– En cualquier momento antes de que lo atracasen -Clarke y Rebus intercambiaron otra mirada.

Tibbet se rebulló en la silla.

– O tal vez fue… Bueno, ya sabéis -añadió con un carraspeo, ruborizándose.

– ¿Qué? -preguntó Clarke.

– Ya sabe… -repitió Tibbet.

– Creo que Colin se refiere a la masturbación -exclamó Hawes. La mirada de agradecimiento que Tibbet le dirigió fue de antología.

– ¿John? -dijo el camarero, y Rebus se volvió-. ¿Ha visto esto? -preguntó, mostrándole un ejemplar del Evening News con un titular que decía Muerte de un poeta y un subtítulo en negrita: «¡El disidente que osó decir nyet!». Había una foto de archivo de Alexander Todorov; seguramente tomada en el parque de Princes Street porque se veía el castillo al fondo. Llevaba una bufanda escocesa y era probablemente su primera jornada en el país. Un hombre con sólo dos meses de vida.

– Se fue de la lengua -comentó Rebus cogiendo el diario-. ¿Vale como metáfora? -añadió para la concurrencia.

TERCER DÍA

Viernes, 17 de noviembre de 2006

Capítulo 7

En el Departamento de Investigación Criminal de la comisaría de Gayfield Square había un olor extraño. Solía notarse en pleno verano, pero aquel año era como si no fuera a desaparecer. Pasaban días o semanas sin que se notara y de pronto, una mañana, reaparecía solapadamente. Habían dirigido diversas protestas a Jefatura y la Federación de la Policía Escocesa presentó una amenaza de paro. Se procedió a levantar los suelos, revisar las cañerías y a echar insecticida, pero todo resultaba inútil.

«Huele a muerto», comentaban los veteranos. Rebus sabía a qué se referían: de vez en cuando aparecía un cadáver en descomposición en un sillón de algún adosado de los años sesenta, o sacaban un cuerpo flotando del canal de Leith. Había un cuarto especial para ellos en el depósito, en el que los celadores habían puesto una radio en el suelo que podía enchufarse a voluntad: «Ayuda a olvidar la peste».

En Gayfield Square la solución consistía en abrir todas las ventanas, lo que producía un bajón de temperatura. El despacho del inspector jefe James Macrae -separado por una puerta de cristal de las oficinas del DIC- era como una nevera. Aquella mañana el previsor Macrae se había traído una estufa eléctrica de su casa de Blackhall. Rebus había leído que Blackhall era la zona residencial de los ricos de Edimburgo. Le parecía inverosímil… chalets y más chalets. Las casas en Barnton y en la Ciudad Nueva valían millones. Pero tal vez eso explicara por qué la gente que vivía allí no era tan rica como la de Chaletilandia.

Macrae enchufó la estufa orientada hacia su mesa. Phyllida Hawes se había arrimado tanto que estaba sentada en el regazo de Macrae, como quien dice, lo que hizo fruncir el ceño al inspector jefe.

– Bien -exclamó juntando las manos como si fuera a rezar enfadado-, el informe de la investigación -pero antes de que Rebus tomara la palabra Macrae advirtió una anomalía-. Colin, cierre la puerta, por favor. Aprovechemos nosotros el poco calor de que disponemos.

– No tengo sitio, señor -respondió Tibbet, que estaba en el umbral. Era cierto; con Macrae, Rebus, Clarke y Hawes el despacho se quedaba pequeño.

– Pues váyase a su mesa -replicó Macrae-. Seguro que Phyllida puede suplir su información.

Pero a Tibbet no le apetecía eso; si a Clarke la ascendían a inspectora, quedaría una plaza de sargento por la que competirían Hawes y él. Encogió el estómago y logró cerrar la puerta.

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