Clarke trató de centrarse en el asunto.
– ¿Conocía de antes al señor Todorov?
– Grabé un recital suyo en un café.
– ¿En cuál?
Riordan se encogió de hombros.
– Era para una librería llamada Word Power.
Clarke la había visto aquella misma tarde enfrente del pub en el que había almorzado con Rebus. Recordó un verso de uno de los poemas de Todorov -«
– ¿Cuánto tiempo hace de eso?
– Tres semanas. Esa noche tomamos también una copa.
Clarke dio unos golpecitos en la libreta con el bolígrafo.
– ¿Tiene el recibo del restaurante?
– Es posible -respondió Riordan sacando la cartera del bolsillo.
– Es la primera vez que la veo este año -comentó el técnico, motivando una carcajada de la recepcionista, que jugueteaba con un bolígrafo entre los dientes. Clarke se imaginó que eran pareja, tal vez sin que lo supiera el jefe. Riordan sacó unos cuantos recibos.
– Por cierto -musitó-, tengo que entregar algunos al contable… Ah, aquí está -añadió tendiéndoselo-. ¿Puede decirme para qué lo quiere?
– Para ver la hora, señor. Las nueve cuarenta y ocho… tal como dijo -Clarke guardó el papel en la parte de atrás de su libreta.
– No me ha preguntado -añadió Riordan risueño-, por qué nos vimos.
– Muy bien. ¿Por qué?
– Alex quería una copia de su actuación. Pensaba que había estado bien.
Clarke pensó en el piso del poeta.
– ¿Le pidió un formato determinado?
– Lo pasé a un CD.
– Él no tenía reproductor de CD.
Riordan se encogió de hombros.
– Pero hay mucha gente que sí tiene -replicó.
Cierto, pero el CD en cuestión no había aparecido; se lo habrían robado con el resto de pertenencias…
– ¿Podría hacerme una copia, señor Riordan? -preguntó Clarke.
– ¿De qué va a servirle?
– No lo sé, pero me gustaría oírle en acción, por así decir.
– Tengo el disco maestro en el estudio de casa. Se lo puedo grabar mañana.
– Mi comisaría está en Gayfield Square… ¿podría enviármelo?
– Se lo llevará uno de los niños -dijo Riordan mirando al técnico y a la recepcionista.
– Gracias por su ayuda -dijo Clarke.
Cuando en marzo prohibieron fumar, Rebus pensó en el desastre que aquello iba a suponer para locales que, como el bar Oxford, eran pubs tradicionales que ofrecían servicio de necesidades básicas al corredor de apuestas, tal como una pinta de cerveza, un cigarrillo y las carreras de caballos en la tele. No obstante, la mayoría de sus guaridas predilectas habían sobrevivido, aunque con menos clientela. Los fumadores empedernidos habían formado un grupo irreductible que se juntaba en la acera para hablar y contar chismes. Aquella noche la charla era la mezcla habitual: uno daba su opinión sobre un bar de tapas recién inaugurado, la mujer que estaba a su lado preguntaba cuál era la hora menos agobiante para ir a Ikea, uno que fumaba en pipa argumentaba sobre la plena independencia y su interlocutor inglés replicaba en broma que al sur le alegraría que se separaran «¡
– La única limosna que necesitamos es el petróleo del Mar del Norte -dijo el fumador de pipa.
– No durará veinte años. Dentro de veinte años estarán otra vez pidiendo limosna.
– Dentro de veinte años seremos Noruega.
– O Albania.
– Pero si los laboristas pierden los escaños escoceses en Westminster -terció otro fumador-, no volverán a votarles al sur de la frontera.
– Tiene razón -comentó el inglés.
– ¿Nada más abrir o antes de que cierren? -preguntó la mujer de Ikea.
– … Trocitos de calamar con tomate -decía su vecino-. No está mal si le coges el gusto.
Rebus aplastó la colilla y entró al bar. Le esperaba la ronda de bebidas con el cambio. Colin Tibbet llegó para ayudarle.
– Puedes quitarte la corbata, ¿sabes? -dijo Rebus en broma-. No estamos en la comisaría.
Tibbet sonrió sin decir nada. Rebus se guardó el cambio y cogió los dos vasos. Le agradaba que Phyllida Hawes bebiera cerveza. Tibbet tomaba un zumo de naranja y Clarke un vaso de vino blanco. Estaban en la mesa del fondo y Clarke había puesto encima su libreta. Hawes, sin decir nada, alzó el vaso hacia Rebus al sentarse él en la silla.
– Han tardado bastante en servirme -dijo a guisa de disculpa.
– Habrás aprovechado para fumarte un pitillo -le recriminó Clarke, sin que él se inmutara.
– Bien, ¿qué tenemos? -preguntó.
Lo único que tenían era el detalle de las dos o tres últimas horas de la vida de Todorov, una lista más amplia de las cosas que faltaban -presuntamente robadas al muerto- y un nuevo escenario del crimen: el aparcamiento.
– ¿Hay algún dato que apunte -dijo Colin Tibbet-, a que realmente nos enfrentamos con algo que no sea un atraco particularmente brutal?
– Pues no -respondió Clarke, cruzando la mirada con Rebus, quien asintió con un lento parpadeo.