– Siempre puede llamar a una amiga -replicó Clarke levantando la vista al advertir que Hawes volvía a entrar, pero esta vez no hizo más que encogerse de hombros: ninguna agenda, llaves ni tarjeta bancaria. Tibbet tampoco había encontrado nada y se había sentado en un sillón leyendo con el ceño fruncido un poema de
– No.
– ¿Sabía conducir?
– No tengo ni idea. Desde luego, yo no habría subido a un vehículo con él al volante.
Clarke señaló con la cabeza el plano marcado; era lógico que Todorov tomara autobuses.
– Gracias, de todos modos -dijo.
– ¿Ha hablado con Abi Thomas? -preguntó Colwell de pronto.
– Ella le acompañó al pub.
– Cómo no.
– Pero sólo se tomó una copa.
– ¿Ah, sí?
– Se diría que no lo cree, doctora Colwell.
– Abi Thomas se ruborizaba con sólo leer algún poema de Alexander… imagínese cómo se sentiría arrimada a él en la mesa de un rincón de un pub con poca luz.
– Bien, gracias por la información… -pero Clarke hablaba a un aparato mudo. Lo miró y advirtió dos pares de ojos clavados en ella. Hawes y Tibbet.
– Creo que no vamos a encontrar nada aquí, Siobhan -dijo Hawes mientras su compañero cloqueaba su asentimiento. Era dos centímetros más bajo que ella y varios centímetros menos listo, pero sabía avenirse a que ella se explicara por los dos.
– ¿Volvemos a la comisaría? -preguntó Clarke, recibiendo entusiastas asentimientos de cabeza-. De acuerdo -añadió-, pero antes haremos otro registro para buscar las llaves de un coche o cualquier otra cosa que apunte a que el difunto utilizara un aparcamiento de pago.
Dicho lo cual cogió el libro de Tibbet, ocupó su sitio y volvió a mirar si había pasado algo por alto en «
El equipo de la policía científica intentó inútilmente desplazar a un lado el BMW. Se plantearon levantarlo con gatos o alzarlo con una grúa. El aparcamiento rebosaba de actividad y una fila de agentes con mono blanco se desplazaba en formación, de rodillas, examinando el suelo por si localizaban alguna otra pista.
Todd Goodyear, que era uno de ellos, saludó a Rebus con una inclinación de cabeza. Hacían una grabación de vídeo y tomaban fotos, y afuera había otro equipo examinando el itinerario desde el aparcamiento hasta la cuesta. Todos procuraban disimular su azoramiento por no haber descubierto el rastro la noche del crimen y dirigían miradas airadas a Ray Duff cuando éste les daba la espalda.
Con esa escena se encontró la propietaria del BMW a su regreso, cartera y bolsas de compra en mano. A Todd Goodyear le ordenaron levantarse y tomarle una breve declaración.
– Muy breve -comentó Tam Banks, que estaba deseando que su equipo comenzase a examinar si había algo debajo del coche.
Rebus estaba junto al vigilante de seguridad del aparcamiento que acababa de hacer una ronda en las otras plantas. Se llamaba Joe Wills y no parecía ser el dueño del uniforme que vestía. Le dijo que no resultaría fácil distinguir un coche abandonado entre tantos otros.
– ¿Tienen abierto las veinticuatro horas? -preguntó Rebus.
Wills negó con la cabeza.
– Cerramos a las once.
– ¿Y no comprueban si queda algún coche?
Wills se encogió de hombros de un modo displicente. Rebus se imaginó que no estaba muy satisfecho con el trabajo. El vigilante añadió que ni siquiera podía asegurarle que alguno de los espacios hubiera quedado ocupado toda la noche.
– Hacemos una comprobación de matrículas cada quince días -dijo.
– Así que un coche robado, por poner un ejemplo, ¿puede estar ahí dos semanas sin que sospechen nada?
– Esa es la política de la casa.
A Rebus le pareció que aquel hombre era un bebedor empedernido: barba grisácea, pelo sucio y ojos enrojecidos. Seguramente tendría una botella de algo escondida en la cabina de control para echar un chorro en los tés y cafés de la jornada.
– ¿Qué turnos hacen?
– De siete a tres y de tres a once. Yo prefiero el de la mañana. Cinco días seguidos y dos libres. Los fines de semana los suele hacer otro.
Rebus miró el reloj; quedaban veinte minutos para el cambio de turno.
– Su compañero no tardará en entrar. ¿Es él quien estaba de turno de noche?
– Gary -contestó Wills asintiendo con la cabeza.
– ¿No ha hablado con él desde ayer?
Wills se encogió de hombros.
– Yo lo único que sé de Gary es que vive en Shandon, es del Hearts y su mujer es una preciosidad, una «
– Bueno, algo es algo -musitó Rebus-. Enséñeme el control de las cámaras de videovigilancia.
– ¿Para qué? -inquirió el hombre con ojos vidriosos.
– Para ver si se ha grabado algo -por la cara que puso Wills, supo lo que iba a replicar.
– ¿Grabado…?
Se dirigieron a la rampa de salida. La guarida de Wills era una garita con ventanas grasientas en la que sonaba una radio. Cinco pantallas en blanco y negro, parpadeantes, y una sexta apagada.
– La de la planta de arriba funciona mal -dijo Wills.