– Entonces no se preocupe. Subimos dentro de un minuto -dijo Rebus acercándose a donde Ray Duff estaba a cuatro patas mirando debajo de un BMW dentro del aparcamiento.
– No me gustan estos BMW nuevos -comentó Duff al advertir la presencia de Rebus a su espalda.
– ¿Has descubierto algo?
– Creo que hay sangre debajo… y bastante. Creo incluso que el rastro acaba aquí.
Rebus dio la vuelta alrededor del vehículo. El boleto del parabrisas indicaba que había entrado a las once de la mañana.
– ¿Hay algo debajo del coche de al lado? -añadió Duff.
Rebus dio la vuelta alrededor del gran Lexus pero no vio nada; no había más remedio que arrodillarse. Sí, había un trozo de cordel o de alambre. Estiró el brazo para agarrarlo hasta que lo consiguió. Se puso en pie con ello colgando entre el pulgar y el índice: una cadenita de plata.
– Ray, trae tu instrumental -dijo.
Capítulo 5
Clarke decidió que no valía la pena ir a ver a la bibliotecaria y la llamó desde el piso de Todorov mientras Hawes y Tibbet hacían el registro. Acababa de marcar el número cuando Hawes salió del dormitorio enarbolando el pasaporte del muerto.
– Estaba debajo del colchón -dijo-. Lo encontré a la primera.
Clarke asintió con la cabeza y salió al pasillo para que no oyera lo que hablaba.
– ¿Señorita Thomas? -preguntó-. Soy la sargento Clarke. Perdone que vuelva a molestarla…
Tres minutos más tarde regresaba al cuarto de estar con un par de nombres: efectivamente, Abigail Thomas había acompañado a Todorov al pub después del recital, pero ella sólo había tomado una copa y decía que el poeta no se habría dado por satisfecho sin antes pasar por otros cuatro o cinco pubs.
– Sé que estaba en buenas manos con el señor Riordan -añadió.
– ¿El ingeniero de sonido?
– Sí.
– ¿No había otras personas? ¿Ningún otro poeta?
– Sólo nosotros tres, y ya le digo que yo no me quedé mucho tiempo…
Colin Tibbet había terminado de registrar los cajones del escritorio y de la cocina y comenzó a inclinar el sofá para comprobar si había algo más que polvo. Clarke cogió un libro del suelo. Era otro ejemplar de
El resto de la hoja era una serie de signos de puntuación. En la mesa había una carpeta vacía; un libro de
– Phyl ha encontrado el pasaporte -dijo ella.
– Y yo acabo de encontrar en el suelo del aparcamiento la cadenita que llevaba al cuello.
– ¿Entonces le mataron allí y dejaron el cadáver en la calle?
– A juzgar por el rastro de sangre…
– O fue tambaleándose hasta derrumbarse allí.
– Es otra posibilidad -comentó Rebus-. Pero, entonces, ¿qué hacía en el aparcamiento? ¿Estás en el piso?
– Iba ya a marcharme.
– Antes incluye en la lista de registro las llaves de un coche y permiso de conducir. Y pregunta a Scarlett Colwell si Todorov disponía de un vehículo. Estoy seguro de que dirá que no, pero es igual.
– ¿No hay ningún coche abandonado en el aparcamiento?
– Buena idea, Shiv. Haré que lo comprueben. Te llamo más tarde.
Concluida la comunicación, ella esbozó una sonrisa; hacía meses que no veía a Rebus tan animado. Y volvió a preguntarse qué demonios haría después de jubilarse. Respuesta: lo más probable, fastidiarla llamándola a diario para saber si tenía muchos casos.
Clarke localizó desde el móvil a la doctora Colwell, que no había desconectado el suyo.
– Lo siento si he interrumpido su clase -dijo excusándose.
– He mandado a los alumnos a casa.
– Es comprensible. Tal vez debería tomarse el día libre. Ha debido de afectarle la noticia.
– ¿Y para qué? Mi novio está en Londres y me vería yo sola en casa.