– ¿Y nadie puede salir ni entrar? -Walsh negó con la cabeza-. ¿Comprueban si queda alguien dentro? -el hombre asintió con la cabeza-. ¿Había algún coche en el nivel cero?
– No lo recuerdo.
– ¿Siempre aparca junto a la cabina?
– Sí.
– Pero cuando se marcha, ¿sale por el nivel cero? -el vigilante asintió con la cabeza-. ¿Y no vio nada?
– Ni oí nada.
– ¿No habría sangre en el suelo?
El vigilante se encogió de hombros.
– Veo que le gusta la música, señor Walsh.
– Me encanta.
– Para escucharla reclinado en la silla, con los pies en alto, auriculares y ojos cerrados… Vaya vigilante de seguridad.
Rebus miró de nuevo los monitores sin hacer caso del ceño fruncido de Walsh. Había dos cámaras en el nivel cero: una en las barreras de salida y la otra dirigida hacia el fondo. Con la cámara de un móvil se vería mejor.
– Siento no poder ayudarle más -dijo Walsh en tono antipático-. ¿Quién era el difunto?
– Un poeta ruso llamado Todorov.
Walsh permaneció un instante pensativo.
– Yo no leo poesía.
– Pues anímese -replicó Rebus-. Aunque hay una buena lista de espera.
Capítulo 6
Los estudios CR ocupaban la primera planta de un almacén reconvertido de Constitution Street. Clarke notó al estrechar la mano regordeta de Charles Riordan una especie de residuo húmedo perenne en la palma. Llevaba anillos en la derecha, pero no en la izquierda, y un grueso reloj de oro adornaba su muñeca. Observó también sudor en los sobacos de su camisa malva. Se había subido las mangas, dejando a la vista sus brazos cubiertos de vello negro ensortijado. Su manera de moverse le dio a entender que le gustaba parecer constantemente ocupado. Había una mesa de recepción a la entrada y una especie de técnico pulsando botones en un cuadro de control, con los ojos clavados en una pantalla en la que se veían lo que ella imaginó que serían ondas acústicas,
– El Reino del Ruido -dijo Riordan.
– Impresionante -comentó Clarke. A través de un cristal veía dos cabinas vacías-. Pero no hay mucho sitio para una banda.
– Podemos grabar a cantautores -replicó Riordan-. Un intérprete con su guitarra… y poco más. Pero trabajamos sobre todo la alocución: anuncios radiofónicos, audiolibros, superposición hablada en televisión…
«
– Bien, como le dije por teléfono…
– ¡Ah, sí, claro! -exclamó Riordan-. ¡No puedo creer que haya muerto!
Ni la recepcionista ni el técnico se inmutaron; Riordan se lo habría dicho nada más colgar el teléfono.
– Intentamos reconstruir los últimos movimientos del señor Todorov -añadió Clarke abriendo la libreta para impresionar-. Creo que usted tomó anoche unas copas con él.
– No fue la única vez que estuve con él, cielo -dijo Riordan casi como jactándose. Se quitó las gafas de sol, descubriendo unos ojos grandes con ojeras-. Yo le invité a cenar.
– ¿Anoche? -Clarke vio que asentía con la cabeza-. ¿Dónde?
– En West Maitland Street. Nos tomamos un par de cervezas cerca de Haymarket. Él había pasado el día en Glasgow.
– ¿Sabe por qué motivo?
– Porque quería conocer la ciudad. Quería palpar la diferencia entre las dos ciudades por si encontraba una explicación del país. ¡Que la suerte le asistiera! Yo, que llevo viviendo casi toda mi vida aquí, aún no lo entiendo -añadió Riordan meneando despacio la cabeza-. Él se dedicó a explicarme su teoría sobre los escoceses, pero me entró por un oído y me salió por el otro.
Clarke advirtió que la recepcionista y el técnico intercambiaban una mirada y supuso que no era la primera vez que oían aquello.
– Así que pasó el día en Glasgow -repitió-. ¿A qué hora se vieron?
– Hacia las ocho. Dejó que pasase la hora punta para sacar un billete más barato. Le esperé en la estación y fuimos a un par de pubs. No eran las primeras copas que se tomaba.
– ¿Estaba bebido?
– Estaba voluble. Alex cuando bebía se volvía más intelectual, lo que era una lata porque no se le podía seguir en la conversación.
– ¿Qué hicieron después de cenar?
– Poca cosa. Yo me fui a casa y él dijo que tenía más sed. Conociéndole, seguro que iría a Mather’s.
– ¿En Queensferry Street?
– Pero pudo muy bien seguir hasta el hotel Caledonian.
O sea que Todorov se habría dirigido a la derecha de Princes Street, a tiro de piedra de King’s Stables Road.
– ¿A qué hora fue eso?
– Sería hacia las diez.
– Tengo entendido que en la Biblioteca de Poesía Escocesa grabó el recital del señor Todorov la tarde anterior.
– Exacto. He grabado a muchos poetas.
– Charlie ha grabado mucho de todo -añadió el técnico, y Riordan rió nervioso.
– Se refiere a mi proyecto… Estoy haciendo una especie de panorama sonoro de Edimburgo. Desde recitales de poesía hasta conversaciones en pubs, ruidos callejeros, el canal de Leith al salir el sol, muchedumbres en el fútbol, el tráfico en Princes Street, la playa de Portobello, gente paseando con perros por Hermitage… Cientos de horas de grabación.
– Miles de horas, más bien -terció el técnico.