– Lo sentimos profundamente -dijo Siobhan Clarke cuando pasaron al cuarto de estar.
Rebus miró en derredor: una papelera llena de poemas arrugados, una botella de coñac vacía junto al destartalado sofá, un plano de los autobuses de Edimburgo sujeto con chinchetas a la pared encima de una mesa de comer plegable en la que había una máquina de escribir eléctrica. No se veía ordenador, televisor ni aparato de música; sólo una radio portátil a la que le faltaba la antena. Libros por todas partes, ingleses, rusos y de otros idiomas. En el sofá había un diccionario de griego y latas de cerveza vacías en un estante para bibelots. En la repisa de la chimenea, invitaciones a fiestas del último mes. En el recibidor había un teléfono en el suelo conectado fuera. Rebus preguntó si acaso el poeta tenía un móvil. Al ver a Colwell negar con la cabeza, sacudiendo su melena, se dijo que la otra pregunta que se le ocurría la contestaría de igual modo. Un carraspeo de Siobhan Clarke le disuadió de hacerlo y su pregunta fue:
– ¿Tampoco tenía ordenador?
– Le ofrecí el de mi despacho para que lo usara -respondió Colwell-, pero Alexander repudiaba la tecnología.
– ¿Lo conocía usted bastante?
– Era su traductora. Cuando anunciaron la beca, yo hice cuanto pude porque se la concedieran.
– ¿Dónde vivía antes de venir a Edimburgo?
– Vivió un tiempo en París, y antes en Colonia, en Stanford, Melbourne, Ottawa… -contestó ella esbozando una sonrisa-. Estaba muy orgulloso de las estampillas en su pasaporte.
– Por cierto -interrumpió Clarke-, le habían vaciado los bolsillos… ¿sabe qué solía llevar encima?
– Una liberta y bolígrafo… y algo de dinero, supongo.
– ¿Y tarjetas de crédito?
– Tenía la tarjeta de un banco. Creo que abrió una cuenta en el First Albannach. Por aquí tiene que haber extractos en algún sitio -añadió mirando a su alrededor-. ¿Dice que le atracaron?
– Desde luego, sufrió una agresión.
– ¿Qué clase de hombre era, doctora Colwell? -preguntó Rebus-. Si alguien le agredía en la calle, ¿se habría peleado para defenderse?
– Ah, yo creo que sí. Era fuerte. Le gustaba el vino y las discusiones interesantes.
– ¿Tenía mal genio?
– No, en realidad.
– Pero dice que le gustaba discutir.
– En el sentido de que disfrutaba con el debate -puntualizó Colwell.
– ¿Cuándo lo vio por última vez?
– En la Biblioteca de Poesía. Después fue al pub, pero yo tenía que volver a casa… debía corregir unos ejercicios antes de las vacaciones de Navidad.
– ¿Quién le acompañó al pub?
– Algunos poetas escoceses que había entre el público: Ron Butlin, Andre Greig… Creo que estaba también Abigail Thomas, aunque sólo fuese para pagar las bebidas… Alexander era un desastre con el dinero.
Rebus y Clarke cruzaron una mirada: tendrían que hablar otra vez con la bibliotecaria. Rebus emitió una tosecilla previa a su siguiente pregunta.
– ¿Querría identificar el cadáver, doctora Colwell?
Scarlett Colwell se puso pálida.
– Usted parece ser la persona más allegada -arguyó Rebus-, a menos que haya algún familiar que podamos localizar.
Pero Colwell ya lo había decidido.
– De acuerdo. Lo haré yo.
– Podemos llevarla ahora, si no le importa -añadió Clarke.
Colwell asintió despacio con la cabeza mirando al vacío. Rebus hizo un gesto a Clarke.
– Ve a la comisaría a ver si Hawes y Tibbet pueden venir aquí a echar un vistazo, por si aparecen el pasaporte, dinero, la tarjeta, la libreta… si no están, alguien los habrá cogido o tirado.
– Y las llaves -añadió Clarke.
– Correcto -Rebus recorrió de nuevo el cuarto con la mirada-. Es difícil saber si ya han registrado el piso… a menos que usted afirme lo contrario, doctora Colwell.
Colwell negó con la cabeza otra vez y se apartó un mechón de pelo del ojo.
– Siempre ha estado así -dijo.
– Entonces, no es necesario avisar a la Científica -dijo Rebus a Clarke-. Sólo Hawes y Tibbet.
Clarke asintió con la cabeza mientras sacaba el móvil. Rebus no había oído algo que había dicho Colwell.
– Dentro de una hora tengo clase -repitió ella.
– Estará de vuelta con tiempo de sobra -dijo él, sin tomarlo realmente en consideración. Estiró el brazo hacia Clarke con la mano abierta-. Las llaves.
– ¿Cómo dices?
– Tú te quedas aquí para recibir a Hawes y Tibbet. Yo acompaño a la doctora Colwell al depósito.
Clarke le miró fijamente un instante hasta que al final cedió.
– Que uno de los dos te lleve después a Cowgate -añadió Rebus para endulzarle la píldora.
Capítulo 4
La identificación fue instantánea, a pesar de que el sudario ocultaba casi todo el cuerpo y tapaba la labor de los patólogos. Colwell apoyó la frente un instante en el hombro de Rebus y dejó escapar dos lágrimas. Rebus lamentó no tener un pañuelo limpio, pero ella buscó uno en su bolso en bandolera, se enjugó los ojos y se sonó. Asistía a la identificación el profesor Gates, que, vestido con un terno que le habría sentado de maravilla cuatro o cinco años atrás, con la cabeza gacha, siguiendo el protocolo, extendió las manos con actitud expectante.
– Sí, es Alexander -dijo finalmente Colwell.
– ¿Está segura? -insistió Rebus.