Читаем La música del Adiós полностью

En la tele aparecieron las Noticias 24 horas de la BBC sin sonido. Había hecho un par de llamadas para comprobar si alguien había denunciado la desaparición del poeta. No había gran cosa que hacer y finalmente apagó la televisión y el ordenador y fue al baño. Tenía que cambiar la bombilla; se desnudó a oscuras, se cepilló los dientes y se dio cuenta de que enjuagaba el cepillo bajo el grifo del agua caliente. Con la luz de la mesilla tapada con un pañuelo rosa, mulló las almohadas y alzó las rodillas para apoyar sobre ellas Astapovo Blues. Eran cuarenta y tantas páginas, pero a Chris Simpson le habían costado sus buenas diez libras.

Mantiene la fe como yo he hecho y no he hecho…

El primer poema del libro terminaba diciendo:

Mientras el país sangraba y lloraba, sangraba y lloraba

Él apartó la mirada,

Para no verse obligado a testimoniar.

Volvió a la página del título y vio que estaba traducido del ruso por el propio Todorov «con ayuda de Scarlett Colwell». Se recostó en la almohada y pasó página hasta el segundo poema. A la tercera de las cuatro estrofas se había dormido.

SEGUNDO DÍA

Jueves, 16 de noviembre de 2006

Capítulo 3

La Biblioteca de Poesía Escocesa estaba en una de las innumerables costanillas y callejuelas que desembocan en Canongate. Rebus y Clarke no la encontraron y acabaron en el Parlamento y el Palacio de Holyrood. Rodaron cuesta arriba más despacio y tampoco la encontraron.

– De todos modos, no hay donde aparcar -protestó Clarke. Iban en su coche y era a Rebus a quien correspondía avistar el callejón Crighton’s.

– Creo que lo hemos pasado -dijo él estirando el cuello-. Para el coche y echaremos un vistazo.

Siobhan dejó puestas las luces de emergencia, cerró el coche y dobló prudentemente el retrovisor.

– Si me ponen una multa la pagas tú -dijo.

– Shiv, es un servicio policial. La recurriremos.

La Biblioteca de Poesía era un edificio moderno muy bien escondido entre bloques de pisos. En el mostrador, una empleada les dirigió una amplia sonrisa que se desvaneció cuando Rebus mostró el carnet de policía.

– Se trata de un recital de poesía, hace dos días: de Alexander Todorov.

– Ah, sí -dijo la mujer-, una maravilla. Tenemos ejemplares para la venta.

– ¿Estaba solo en Edimburgo? ¿Tenía familia o algo parecido…?

La mujer entrecerró los ojos y apretó la mano contra la rebeca.

– ¿Ha ocurrido algo?

Fue Clarke quien contestó.

– Lamentablemente, el señor Todorov sufrió anoche una agresión.

– ¡Santo cielo! -exclamó la bibliotecaria conteniendo la respiración-. ¿Está…?

– Más muerto que mi abuela -añadió Rebus-. Tenemos que hablar con alguien de su familia, o al menos con una persona que le identifique.

– Alexander era invitado del PEN y de la universidad. Llevaba un par de meses en Edimburgo… -dijo la mujer temblorosa, con voz quebrada.

– ¿El PEN?

– Es una asociación de escritores… muy activa en derechos humanos.

– ¿Dónde residía?

– La universidad le procuró un piso en Buccleuch Place.

– ¿Tenía familia? ¿Estaba casado…?

La mujer negó con la cabeza.

– Creo que era viudo. Y sin hijos, me parece, por suerte… en este caso.

Rebus pensó un instante.

– ¿Quién organizó aquí el acto? ¿La universidad, el consulado…?

– Scarlett Colwell.

– ¿Su traductora? -preguntó Clarke, recibiendo el asentimiento de la mujer.

– Scarlett es miembro del departamento de Ruso -dijo la bibliotecaria removiendo papeles en la mesa-. Tengo su número de teléfono por aquí… Qué cosa tan horrible. No saben qué disgusto…

– ¿No hubo ningún incidente durante el recital? -preguntó Rebus como quien no quiere la cosa,

– ¿Incidente? -la mujer, al ver que el policía no daba ninguna explicación, negó con la cabeza-. Fue todo sobre ruedas. Un alarde en la metáfora y en el ritmo… incluso cuando recitaba en ruso se sentía la pasión -dijo, rememorándolo un instante, antes de añadir con un suspiro-: Después Alexander firmó complacido unos ejemplares de su libro.

– Tal como lo dice -comentó Clarke-, no parece que siempre lo hiciera.

– Alexander Todorov era un poeta, un gran poeta -añadió como si aquello lo explicase todo-. Ah, aquí lo tengo -dijo mostrando un trozo de papel, aunque reacia al parecer a entregárselo. Clarke apuntó el número en su móvil y dio las gracias a la bibliotecaria.

Rebus examinó el lugar.

– ¿Dónde se celebró exactamente el acto?

– Arriba. Tenemos un salón de actos para más de setenta personas.

– Me imagino que no lo filmarían.

– ¿Filmarlo?

– Para la posteridad.

– ¿Por qué lo pregunta?

Rebus se limitó a encogerse de hombros.

– Un técnico de un estudio de música hizo una grabación sonora -dijo la mujer.

– ¿Su nombre? -preguntó Clarke sacando la libreta.

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