Capítulo 2
Cuando Rebus llevaba a casa a Siobhan Clarke sonó el móvil de ésta.
Dieron media vuelta y se dirigieron al depósito de cadáveres de Edimburgo en Cowgate, donde vieron una furgoneta blanca sin distintivos junto al muelle de descarga. Rebus aparcó junto a ella y entró en el edificio. El turno de noche lo formaban dos hombres: uno de unos cuarenta años y, a juicio de Rebus, con aspecto de ex presidiario, por el cuello de cuyo mono asomaba un tatuaje azul desdibujado hasta media garganta que Rebus tardó un instante en comprender que era algún tipo de serpiente. El otro hombre era mucho más joven, desgarbado y con gafas.
– Me imagino que tú eres el poeta -aventuró Rebus.
– Lord Byron, lo llamamos -dijo el otro con voz áspera.
– Por eso le reconocí -añadió el joven-. Estuve en un recital que dio ayer… -miró el reloj-. Anteayer, en realidad -esto recordó a Rebus que era más de media noche-. Y vestía tal cual.
– Por el rostro no resulta fácil identificarle -terció Clarke, haciendo de abogada del diablo. El joven asintió con la cabeza.
– De todos modos… El pelo, la chaqueta y el cinturón…
– ¿Cómo se llama? -preguntó Rebus.
– Todorov, Alexander Todorov. Es ruso. Tengo un libro suyo en la sala de personal. Me lo firmó él.
– Te costaría unas cuantas libras -comentó el compañero, inopinadamente interesado.
– ¿Puede enseñárnoslo? -preguntó Rebus. El joven asintió con la cabeza y se dirigió remiso al pasillo. Rebus miró las filas de puertas de refrigeradores-. ¿En cuál está?
– En el número tres -contestó el ayudante dando unos golpecitos con los nudillos sobre la puerta en cuestión con una etiqueta sin nombre-. Seguro que Lord Byron no se equivoca… es listo.
– ¿Cuánto tiempo hace que trabaja aquí?
– Un par de meses. Se llama Chris Simpson.
Rebus cogió un ejemplar del
– La cosa está fea para el Hearts -comentó el ayudante-. Pressley ya no es capitán y hay un entrenador provisional.
– La sargento Clarke estará encantada -comentó Rebus, alzando el periódico para que Siobhan viese la primera página: una agresión a un adolescente sij agredido en Pilrig Park, al que habían rapado.
– Gracias a Dios que no es de nuestro distrito -comentó ella.
Al oír pasos se volvieron los tres; era Chris Simpson que regresaba con un libro fino de tapas duras. Rebus lo cogió y miró la contraportada. El rostro serio del poeta parecía mirarle. Se lo mostró a Clarke, quien se encogió de hombros.
– Sí que parece la misma chaqueta -comentó Rebus-, pero lleva una especie de cadena al cuello.
– En el recital la llevaba -asintió Simpson.
– ¿Y el cadáver que ha ingresado esta noche?
– Ya advertí de que no. Tal vez se la quitaron… me refiero al asesino.
– O tal vez no sea él. ¿Cuántos días hacía que Todorov estaba en Edimburgo?
– Vino con una especie de beca. Hacía mucho tiempo que no vivía en Rusia… Él se consideraba un exiliado.
Rebus hojeó el libro. El título era
– ¿Qué significa el título? -preguntó Rebus a Simpson.
– Es el pueblo en que murió Tolstoi.
El otro celador infló los carrillos.
– Ya le dije que era listo.
Rebus tendió el libro a Clarke, quien miró la guarda donde Todorov había escrito la dedicatoria: «
– ¿Qué quiso decir con esto? -preguntó.
– Yo le dije que quería ser poeta y él me aseguró que eso quería decir que ya lo era. Creo que quiere decir mantener la fe en la poesía, pero no en Rusia -contestó el joven ruborizándose.
– ¿Dónde fue el recital? -preguntó Rebus.
– En la Biblioteca de la Poesía Escocesa… cerca de Canongate.
– ¿Le acompañaba alguien? ¿Su esposa, o alguien de la editorial?
Simpson contestó que no lo sabía.
– Es famoso, ¿saben? Se habló de su candidatura al premio Nobel.
Clarke cerró el libro.
– Bueno, podemos preguntar en el consulado ruso -comentó, y Rebus asintió con la cabeza. Oyeron llegar un coche.
– Al menos ya está aquí uno de los dos forenses -dijo el otro celador-. Lord Byron, prepara el laboratorio.
Simpson tendió la mano reclamando el libro, pero Clarke lo agitó en el aire.
– ¿Le importa dejármelo, señor Simpson? Le prometo que no irá a parar a eBay.
El joven parecía reacio, pero su compañero le animó para que cediera y Clarke puso fin a su indecisión guardándose el libro en el bolsillo del abrigo. Rebus volvió la cabeza hacia la puerta de entrada, que se abrió de golpe para dar paso al profesor Gates con ojos de sueño. Casi detrás de él entró el doctor Curt; los dos patólogos trabajaban juntos con tanta frecuencia que a Rebus llegaban a parecerle una sola persona. Costaba imaginar que al margen de su trabajo llevaran vidas distintas e independientes.