Le pareció que los aparatos se apagaban y que una extraña luz blanca inundaba el subterráneo. Los sonidos cesaron. Un segundo más, y la sombra de la muerte oscureció la conciencia del director de las estaciones exteriores, embotando sus sentidos. Aferrado al borde del pupitre, luchaba contra el vértigo, jadeando del esfuerzo y del espantoso dolor en la columna vertebral. La pálida luz aquella empezó a hacerse más intensa en un lado de la cámara subterránea, sin que el africano pudiera determinar cuál era: tal vez fuera el de la pantalla o el de la instalación de Ren Boz…
De pronto, una cortina ondulante pareció desgarrarse, y Mven Mas oyó con nitidez sonoro rumor de olas. Un olor indefinible, nuevo, penetró por sus dilatadas fosas nasales.
La cortina se descorrió hacia la izquierda, mientras un cendal gris continuaba ondulando en el rincón opuesto. Con sorprendente realismo, se alzaron unas montañas cobrizas, festoneadas de bosques azul turquí, y las olas del mar violeta chapotearon a los mismos pies de Mven Mas. La cortina se desplazó más a la izquierda, y el africano vio la viva imagen de su sueño: la mujer de la roja piel, acodada a una mesa de piedra blanca y pulida superficie, contemplaba el océano desde el rellano superior de la escalinata.
Inesperadamente, ella le advirtió; sus espaciados ojos reflejaron sorpresa y admiración.
Levantóse, irguiendo el cuerpo con soberbia elegancia, y le tendió a Mven Mas la mano abierta. La frecuente respiración agitaba el pecho de la espléndida mujer, y en aquel minuto alucinante, el africano recordó a Chara Nandi.
¡Offaallikor!
Aquella voz melodiosa, dulce y sonora a un tiempo, penetró hasta el corazón de Mven Mas. Despegó los labios para responderle, pero en el lugar de la visión se alzó una llamarada verde y un tremendo chasquido silbante hizo retemblar toda la sala. En tanto iba perdiendo el conocimiento, el director de las estaciones exteriores sentía que una fuerza blanda, pero irresistible, le plegaba en tres y le hacía girar, como el rotor de una turbina, para aplastarle finalmente contra algo duro… Y el último pensamiento de Mven Mas fue de zozobra por la suerte de la estación del 57 y de Ren Boz…
El personal del Observatorio y los constructores, que se encontraban a distancia del lugar del suceso, en una ladera, habían visto muy poco. En el profundo cielo Tíbetano habíase encendido de súbito un resplandor tan intenso, que eclipsaba la luz de las estrellas. Una fuerza invisible se abatió desde gran altura sobre la montaña donde se hallaba la instalación experimental. Allí tomó la forma de una tromba que levantó consigo una enorme cantidad de piedras. Aquel embudo negro, de un kilómetro de ancho, partió raudo, como disparado por un gigantesco cañón hidráulico, hacia el edificio del Observatorio; remontóse y volvió a la montaña para golpear de nuevo la instalación, destrozando todos los aparatos y barriendo sus restos, hechos añicos. Un instante más tarde renacía la calma. El aire polvoriento guardaba un olor a piedra ardiente y un tufo acre, mezclados con un extraño aroma que recordaba el de las floridas costas de los mares tropicales.
En el lugar de la catástrofe, la gente observó que una ancha zanja de calcinados bordes surcaba el valle y que la vertiente de la montaña había sido arrancada por completo. El edificio del Observatorio permanecía indemne. La zanja había llegado al muro sudeste y, después de destruir la galería de distribución de las máquinas mnemotécnicas, se había empotrado en la cúpula de la cámara subterránea, recubierta de una capa de cuatro metros de basalto fundido. El basalto estaba desgastado y brillante, como bruñido por una pulimentadora gigantesca. Pero una buena parte había quedado intacta salvando la vida a Mven Mas y protegiendo la cámara subterránea.
Un arroyuelo de plata se había solidificado hundiéndose en el terreno: eran los fusibles, completamente fundidos, de la central energética de recepción.
Poco después se consiguió restablecer los cables del alumbrado suplementario. El faro de la vía de acceso iluminó un espectáculo sorprendente: el metal de las construcciones de la instalación experimental se extendía por la zanja, que parecía cromada, en refulgente placa. Del escarpe de la montaña vertical y liso, como cortado por un cuchillo, emergía un trozo de espiral de bronce. La piedra se había derretido, igual que el lacre bajo el sello candente, y formaba una capa vidriosa. Las espiras del rojizo metal, con los blancos dientes de los contactos de renio, se incrustaban en ella brillando a la luz eléctrica como una flor de esmalte. Y al ver aquella colosal joya de doscientos metros de diámetro, sentíase espanto ante la fuerza ignota que la había fabricado.
Cuando se hubo desbrozado la entrada a la cámara subterránea, encontraron a Mven Mas de rodillas, postrada la frente sobre el escalón inferior.