La instalación de Kor Yull se encontraba en la cumbre de una montaña lisa, solamente a un kilómetro del Observatorio del Tíbet del Consejo de Astronáutica. La altura, de cuatro mil metros, no permitía allí la existencia de ninguna clase de vegetación leñosa, a excepción de unos árboles negro-verdosos, traídos de Marte, carentes de follaje y con ramas retorcidas hacia arriba. La hierba, amarilla clara, se inclinaba en el valle al embate del viento, mientras que aquellos representantes de otro mundo, macizos como el hierro, permanecían completamente inmóviles. Por las laderas de las montañas descendían trozos de rocas desmoronadas, semejantes a ríos de piedra. Mantos, capas y franjas de nieve brillaban con singular e impoluta blancura bajo el cielo resplandeciente.
Tras los restos de los muros de agrietada diorita — ruinas de un monasterio erigido en aquella altura con sorprendente audacia —, se alzaba una torre tubular de acero que sostenía dos arcos con calados. Sobre ellos, como una parábola tendida hacia el cielo, refulgía una enorme espiral de bronce de berilio, constelado de los centelleantes puntos blancos de unos contactos de renio. Adosada a la primera espiral, había otra dirigida hacia el terreno y que cubría ocho grandes conos de borazón verdusco. Hacia allí partían las ramificaciones de unos tubos, de seis metros de sección, conductores de la energía.
Cruzaban el valle unos postes con anillos de guía, derivación de la línea principal del Observatorio, la cual recibía durante su funcionamiento la corriente de todas las estaciones del planeta. Ren Boz, hundiendo los dedos en los revueltos cabellos, contemplaba satisfecho los cambios efectuados en la instalación. El nuevo equipamiento de la misma lo habían realizado los voluntarios en un plazo increíble. Lo más difícil había sido abrir profundas trincheras en la roca dura sin tener grandes máquinas perforadoras, pero aquello quedaba atrás. Los voluntarios, que esperaban, naturalmente, presenciar como recompensa el espectáculo del grandioso experimento, se habían alejado de la instalación lo más posible y elegido para sus tiendas un suave declive de montaña al Norte del Observatorio.
Mven Mas, en cuyas manos se encontraban todas las comunicaciones del Cosmos, estaba sentado en una fría piedra frente al físico y, un poco estremecido por el frescor, contaba las novedades del Circuito. El sputnik 57 se utilizaba últimamente para mantener el enlace con las astronaves y las planetonaves, y no trabajaba para el Circuito. Cuando Mven Mas dio la noticia del perecimiento de Vlijj oz Ddiz, cerca de la estrella E, el cansado físico se reanimó.
— La tensión máxima de la atracción hacia la estrella E da lugar a un fortísimo caldeamiento en el curso de la evolución del astro. Resulta un supergigante violeta, dotado de una fuerza monstruosa, que vence a la atracción colosal. No tiene ya parte roja en su espectro, porque, a pesar de la potencia del campo de gravitación, las ondas de los rayos luminosos se acortan, en vez de alargarse.
— Sí, pasan al extremo violado — asintió Mven Mas — y se convierten en ultravioletas.
— No es sólo eso. El proceso va más lejos. Cada vez aumenta más la potencia de los quantas hasta que se sobrepasa el campo cero y se llega a la zona del antiespacio, segundo aspecto del movimiento de la materia, que desconocemos en la Tierra debido a la pequeñez de sus dimensiones. Nosotros no podríamos conseguir nada semejante, aunque quemásemos todo el hidrógeno de los océanos.
Mven Mas hizo con rapidez un cálculo mental.
— Quince mil trillones de toneladas de agua, convertidas en energía del ciclo hidrógeno, según el principio de la relatividad masa-energía, hacen, en números redondos, un trillón de toneladas por minuto, ¡y eso es un decenio de radiación solar!
Ren Boz sonrió contento.
— ¿Y cuánta dará el supergigante azul?
— Es difícil de calcular. Pero juzgue usted mismo. En la Gran Nube de Magallanes que contiene la acumulación estelar NKG 1910, cerca de la Nebulosa de la Tarántula…
Perdone, estoy acostumbrado a operar con las antiguas denominaciones y signos estelares.
— Eso no tiene importancia alguna.
— En general, la Nebulosa de la Tarántula es tan luminosa, que si se encontrase en el lugar de la de Orión, de todos conocida, alumbraría igual que la Luna llena. El cúmulo estelar 1910, cuyo diámetro es de setenta parsecs solamente, cuenta con no menos de un centenar de estrellas supergigantes. Allí se encuentra el coloso doble azul ES de la Dorada, con claras rayas de hidrógeno violeta del mismo. ¡Es mayor que la órbita de la Tierra y su luminosidad equivale a la de medio millón de nuestros soles! ¿Era esa estrella la que usted tenía en cuenta? En esa misma acumulación las hay mayores, con un diámetro igual al de la órbita de Júpiter, pero todavía sólo empiezan a caldearse después de permanecer en el estado E.