Una vida extraña, desarrollada en las condiciones de otros planetas y siguiendo otras vías de evolución, dentro de la forma general para el Cosmos de los cuerpos albuminoideos, era extraordinariamente perniciosa para los habitantes de la Tierra. Las defensas de los organismos contra los desechos nocivos y las bacterias morbíficas, inmunidad creada en nuestro planeta a lo largo de millones de siglos, eran impotentes ante formas de vida ajenas. Y recíprocamente, los seres vivos de otros planetas corrían en el nuestro igual peligro.
La actividad esencial de la vida animal — devorar matando y matar devorando — se manifestaba, al contacto de animales de mundos diferentes, con una ferocidad y una crudeza abominables. Las más raras enfermedades, fulminantes epidemias, insectos dañinos que se multiplicaban con una rapidez inusitada y lesiones espantosas acompañaban a los primeros exploradores de planetas habitados, pero no por seres humanos. Y los mundos poblados por seres pensantes realizaban multitud de experiencias y preparativos antes de establecer comunicación directa por medio de astronaves. Nuestra Tierra, alejada de las zonas centrales, compactas de la Galaxia, donde la vida bullía exuberante, no había sido visitada aún por mensajeros de planetas de otras estrellas, representantes de otras civilizaciones. El Consejo de Astronáutica había tomado hacía poco las medidas necesarias para recibir a los amigos procedentes de estrellas no lejanas del Serpentario, el Cisne, la Osa Mayor y el Ave del Paraíso.
Erg Noor, preocupado ante la eventualidad de un encuentro con una vida desconocida, ordenó que se sacasen de los apartados almacenes los medios de defensa biológica.
La Tantra había equilibrado al fin su velocidad orbital con la del planeta interior de la estrella de hierro y empezaba a girar en torno a él. La superficie del planeta — mejor dicho, de su atmósfera —, borrosa, parda, esclarecida por los reflejos de la enorme estrella castaño-rojiza, tan sólo era visible a través del inversor electrónico. Todos los tripulantes sin excepción trabajaban en sus puestos, junto a los aparatos.
La temperatura de las capas superiores de la atmósfera, en la parte iluminada, es de 320 Kelvin(1)3.
Revolución alrededor de su eje: 20 días, aproximadamente.
Los detectores señalan la presencia de agua y tierra.
Espesor de la atmósfera: 1.700 kilómetros.
Masa específica: 43,2 veces superior a la de la Tierra.
Los datos se sucedían, aclarando cada vez más el carácter del planeta.
Erg Noor iba anotando las cifras recibidas, para calcular el régimen orbital. 43,2 masas terrestres; ello quería decir que el planeta era grande. Su fuerza de atracción aplastaría la nave contra el terreno. Y las personas quedarían reducidas a la condición de moscas pegadas a un papel engomado…
El jefe de la expedición recordó los espantosos relatos — mitad legendarios, mitad ciertos — acerca de las viejas astronaves que, por diversas causas, habían ido a parar a planetas gigantes. En tales casos, los navíos cósmicos de poca velocidad y débil combustible perecían con frecuencia. Rugían los motores y estremecíase convulsa la desdichada nave que, incapaz de escapar, quedaba como pegada a la superficie del planeta. La nave no sufría daño, pero los huesos de sus tripulantes se rompían con terrible crujido, y el inenarrable espanto de aquellos seres humanos se (transmitía en los entrecortados gritos de sus últimos mensajes, en el postrer adiós.
A la tripulación de la Tantra no amenazaba tan triste suerte mientras siguiera girando en torno del planeta. Mas si había que posarse en su superficie, sólo las personas muy robustas podrían arrastrar su propio peso en aquel refugio donde se verían condenados a pasar decenas de años… ¿Podrían sobrevivir en semejantes condiciones, bajo una agobiadora, aplastante pesantez, en la noche eterna del sombrío sol infrarrojo y en una densísima atmósfera? No obstante, a pesar de todo, aquello no era aún la muerte, constituía una esperanza de salvación. Además, ¡no había dónde elegir!