La Tantra iba describiendo su órbita cerca del límite de la atmósfera. Los científicos de a bordo no podían dejar escapar la ocasión de investigar aquel planeta, desconocido hasta entonces, que se encontraba, relativamente, no lejos de la Tierra. Su parte iluminada — mejor dicho, recalentada — distinguíase de la otra no sólo por su temperatura, bastante más alta, sino por las enormes acumulaciones de electricidad que influían grandemente incluso sobre los poderosos detectores, deformando sus indicaciones. Erg Noor decidió estudiar el planeta con ayuda de estaciones-bombas. Fue lanzada una de observación física, y el autómata facilitó una información sorprendente: la presencia de oxígeno libre en una atmósfera neono-azoada y la existencia de vapores de agua y de una temperatura de doce grados sobre cero. Tales condiciones eran, en general, parecidas a las terrestres, únicamente la presión de la espesa capa de la atmósfera era superior en 1,4 veces a la normal de nuestro globo y la fuerza de la gravedad excedía a la de la Tierra en más de dos veces y media.
— ¡Ahí se puede vivir! — dijo el biólogo con una tenue sonrisa, luego de comunicar al jefe los datos de la estación.
— Si nosotros podemos vivir en un planeta tan sombrío y pesado, seguramente vivirán ya algunos seres pequeños y dañinos.
A la quince vuelta de la astronave, prepararon otra estación-bomba, dotada de una potente teleemisora. Mas, lanzada en las sombras, la estación desapareció, sin emitir señal alguna, cuando el planeta había girado ya 120 .
— Ha caído en el océano — constató la geólogo Bina Led, mordiéndose los labios con pena.
— Habrá que explorar con el detector principal antes de lanzar un robot-televisor. ¡Sólo tenemos dos!
La Tantra evolucionaba sobre el planeta emitiendo un hacecillo de rayos radiactivos que recorría los vagos contornos deformados de los continentes y los mares. Columbróse una inmensa llanura que se adentraba en el océano o separaba dos mares casi en la línea ecuatorial. Los rayos se deslizaban zigzagueantes sobre una zona de doscientos kilómetros de anchura. De pronto, un punto brillante surgió en la pantalla del detector. Una aguda pitada, que sacudió los tensos nervios de los tripulantes, vino a confirmar que no se trataba de una alucinación.
— ¡Metal! — exclamó la geólogo —. Un yacimiento a cielo abierto.
Erg Noor meneó la cabeza:
— Por rápida que haya sido la aparición, yo he tenido tiempo de observar la nitidez de sus contornos. Eso es un gran trozo de metal, un meteorito o…
— ¡Una nave! — dijeron a un tiempo Niza y el biólogo.
— ¡Fantasías! — atajó al punto Pur Hiss.
— Tal vez sea una realidad — replicó Erg Noor.
— De todos modos, es inútil discutir — manifestó Pur Hiss, sin dar su brazo a torcer —.
No se puede comprobar con nada. Pues no vamos a tomar tierra…
— Lo comprobaremos dentro de tres horas, cuando lleguemos de nuevo sobre esa llanura. Fíjense, ese objeto metálico se encuentra en el lugar que yo habría elegido también para la toma de tierra… Ahí precisamente arrojaremos una estación televisora.
¡Regulen el rayo del detector con una antelación de seis segundos!
El plan trazado por el jefe de la expedición se realizó felizmente, y la Tantra recomenzó su vuelta de tres horas alrededor del tenebroso planeta. Esta vez, al llegar sobre la llanura continental, la astronave recibió las informaciones del tele-robot. Todos clavaron la mirada en la iluminada pantalla. Chascó el rayo visual al conectarse y empezó a moverse casi imperceptiblemente, como un ojo humano, marcando los contornos de los objetos, muy lejos, allá abajo, en aquel negro abismo de mil kilómetros de profundidad. Key Ber se imaginó, como si la estuviera viendo, la pequeña cabeza de la estación que giraba, semejante a un faro, emergiendo de la sólida coraza. En la zona alumbrada por el rayo del autómata y mostrada en la pantalla aparecían despeñaderos de no mucha hondura, colinas y sinuosos baches negros que eran fotografiados al instante. De improviso, pasó rauda una cosa pisciforme, refulgente, y la oscuridad se restableció en torno a una meseta escalonada que el luminoso haz había arrancado de las tinieblas.
— ¡Una astronave! — el grito escapó a la vez de varias gargantas.
Niza dirigió a Pur Hiss una mirada triunfante. La pantalla se apagó. La Tantra volvió a alejarse de la estación televisora automática, pero el biólogo Eon Tal ya había fijado la película de la fotografía electrónica. Con dedos trémulos de impaciencia, la metió en el proyector de la pantalla hemisférica. Sus paredes interiores reflejaron la imagen ampliada.