La avezada astronave despegó de Tritón con facilidad y partió rauda, siguiendo una gigantesca curva perpendicular al plano de la eclíptica. El camino recto hacia la Tierra era impracticable: cualquier nave habría perecido en la vasta zona de meteoritos y asteroides, fragmentos del planeta Faetón, que existiera en tiempos entre Marte y Júpiter y al que la fuerza de atracción de este coloso del sistema solar había hecho pedazos.
Erg Noor aceleraba. Aprovechando la enorme fuerza de la astronave y con el gasto mínimo de anamesón, había decidido llevar los héroes a la Tierra en cincuenta horas, en vez de en los setenta y dos días señalados habitualmente para ese viaje.
La emisión radiofónica de la Tierra llegaba a la astronave a través del espacio; el planeta aclamaba la victoria sobre las tinieblas de la estrella de hierro y sobre la noche del Plutón glacial. Los compositores ejecutaban sus romanzas y sinfonías en honor de la Tantra y de la Amat.
Triunfales melodías resonaban en el Cosmos. Las estaciones de Marte, de Venus y de los asteroides llamaban a la nave, sumando sus acordes al coro general de gloria a los héroes.
— Tantra, Tantra — oyóse al fin la voz del puesto del Consejo —. ¡Aterrice en El Homra!
El cosmopuerto central se encontraba en África del Norte, en el lugar de un antiguo desierto. Y la astronave se precipitó hacia allá, rasgando la atmósfera terrestre, bañada de sol.
Capítulo VII. SINFONÍA EN FA MENOR DE TONALIDAD CROMÁTICA 4,750 mu
Grandes planchas de plástico transparente servían de cristales a una ancha terraza cubierta que daba al mediodía, al mar.
La luz pálida y mate del techo no rivalizaba con el claror de la luna, sino que lo completaba, atenuando la brusca negrura de las sombras. Casi todo el personal de la expedición marítima se había congregado allí. Únicamente los más jóvenes se divertían jugando en el mar, argentado por la luna. El pintor Kart San estaba allí con su bellísimo modelo. Frit Don, jefe de la expedición, agitando con bruscos movimientos de cabeza sus largos cabellos dorados, hablaba del caballo descubierto por Miiko. El estudio del material de la estatua, para averiguar el peso de ella, había dado resultados imprevistos. Bajo la capa exterior, de una aleación indeterminada, había oro puro. Si el caballo era macizo, incluso descontando la masa de agua desplazada por él, su peso ascendería a cuatrocientas toneladas. Para sacar aquel monstruo, harían falta grandes barcos dotados de aparatos y máquinas especiales.
Algunos preguntaron cuál era la razón de aquel absurdo despilfarro del precioso metal, y un colaborador científico de la expedición les recordó una leyenda, hallada en los archivos históricos, sobre la desaparición de las reservas de oro de todo un país en los tiempos en que este metal equivalía al coste del trabajo. Los criminales gobernantes, que habían tiranizado y arruinado al pueblo, antes de huir a otro país — por aquel entonces, entre los pueblos existían unas barreras artificiales denominadas fronteras —, recogieron todo el oro del Estado y lo fundieron, haciendo con él una estatua que fue puesta en la plaza más populosa de la principal ciudad. Y nadie pudo encontrarlo. El historiador suponía que persona alguna había adivinado entonces qué clase de metal se ocultaba bajo la capa de aleación barata.
El relato suscitó animación. El hallazgo de aquella enorme cantidad de oro era un espléndido regalo a la humanidad. Aunque el pesado metal amarillo no era ya, desde hacía tiempo, el símbolo del valor, continuaba siendo muy preciso para la electrotécnica, la medicina y, especialmente, para preparar el anamesón.
En un rincón de la parte exterior de la terraza, estaban sentados, en estrecho corrillo, Veda Kong, Dar Veter, el pintor, Chara Nandi y Evda Nal. Junto a ellos tomó asiento con timidez Ren Boz, después de haber buscado en vano al desaparecido Mven Mas.
— Tenía usted razón al afirmar que el pintor, mejor dicho, el arte en general, va siempre, inevitablemente, a la zaga del impetuoso progreso de la ciencia y la técnica — decía Dar Veter.
— No me ha entendido usted — replicó Kart San —. El arte ha corregido ya sus errores y comprendido cuál es su deber ante la humanidad. He dejado de crear formas monumentales, deprimentes, de representar el fausto y la grandeza, que en realidad no existen, pues eso es lo exterior. El más importante deber del arte consiste en desarrollar el lado emotivo del ser humano. Sólo el arte tiene poder de preparar y disponer nuestra psique para las impresiones más complejas. ¿Quién no conoce esa maravillosa facilidad perceptiva que da una preparación previa con ayuda de la música, los colores, la forma?…
¡Y hasta qué punto es inaccesible, cerrada, el alma cuando se trata de penetrar en ella brutalmente, con violencia! Ustedes, los historiadores, saben mejor que nadie cuántas calamidades ha soportado la humanidad en su lucha para desarrollar y cultivar el lado emotivo de la psique.