Читаем La piel del tambor полностью

– Ni siquiera por ella. Los policías dicen que ese Bonafé murió a última hora de la tarde. Y tú estuviste anoche con don Príamo. ¿Crees que habría venido aquí, tranquilamente, a mirar las estrellas después de matar a un hombre?… -alzó las manos invocando al sentido común, y las dejó caer-. Es ridículo.

– Pero huyó.

Macarena hizo una mueca de incertidumbre:

– No estoy segura. Y es lo que me inquieta.

– Pues dame otra explicación. O ayúdame a encontrarlo.

Ahora ella contemplaba los dibujos del suelo, ensimismada. Quart estudió su rostro; el nacimiento de las líneas suaves, descendentes bajo el cuello desabrochado de la camisa que insinuaba un tirante de sujetador blanco. Hormiguearon sus dedos al reconocer aquel camino oscuro y tibio, con la desolación de lo perdido. Macarena Bruner seguía siendo absolutamente hermosa a la luz del día.

– Esos policías vinieron hace una hora, y apenas he tenido tiempo de pensar… Pero hay algo. Cosas que no concuerdan -fruncía el ceño compartiendo su perplejidad con Quart- Imagina por un momento que don Príamo no tenga nada que ver. Que por eso se comportó anoche de modo tan natural.

– No fue a dormir a su casa -opuso él-. Y suponemos que cerró la iglesia con el cadáver dentro.

– No puedo creerlo -ahora Macarena apoyaba una mano en su brazo- ¿Y si también le ha pasado algo a él?… Tal vez salió de aquí, y luego… No sé. A veces ocurren cosas.

Quart hizo un movimiento seco hacia un lado, alejándose de la mano; pero ella, indiferente a todo salvo a su propia inquietud, no se dio cuenta. Entre ambos, el agua canturreaba en la fuente de azulejos.

– Tú tienes algo en la cabeza -dijo él-. Algo que yo ignoro. ¿Dónde estuviste ayer, antes de la cena?

La vio regresar de muy lejos.

– Con mi madre -parecía sorprendida por la pregunta-. Nos viste aquí, juntas.

– ¿Y antes?

– Di un paseo por el centro, vi tiendas… -se interrumpió de pronto, mirándolo asombrada- No irás a decir que sospechas de mí.

– Lo que yo sospeche no importa. Es la policía la que me preocupa.

Aún lo estuvo observando un poco más, y luego expulsó el aire retenido en los pulmones. No parecía enfadada, sino confusa.

– Los policías son estúpidos -murmuró- Pero no hasta ese punto. Al menos eso espero.

Empezaba a hacer mucho calor. Quart se desabotonó la chaqueta y permaneció inmóvil frente a Macarena. Era la única carta que le daba ligera ventaja sobre Simeón Navajo; aunque esa distancia se acortase a cada minuto. Tal vez ya tenían localizado a Óscar Lobato, con su versión de los hechos.

– Y mañana es jueves -dijo ella.

Se apoyaba en el brocal de la fuente, desolada; y Quart supo en el acto lo que había estado pensando todo el tiempo, desde que los policías le dieron la noticia: si al día siguiente no se celebraba misa, el fuero de Nuestra Señora de las Lágrimas podía darse por extinguido. El arzobispo de Sevilla, el Ayuntamiento y el Banco Cartujano se lanzarían como buitres sobre su presa.

– Ahora la iglesia es lo de menos -dijo, malhumorado-. Si el padre Ferro aparece, es muy posible que mañana esté detenido.

– Salvo que no tenga nada que ver…

– Habrá que encontrarlo, primero. Y preguntárselo. Mejor nosotros que la policía.

Movió Macarena la cabeza como si no fuera ésa la cuestión. Se había llevado una mano a la boca para morder, absorta, la uña del dedo pulgar. Quart temía asustarla, interrumpir sus pensamientos. Ella era su única esperanza.

– Mañana es jueves -repitió Macarena, aún ausente.

Su tono era distinto al de la primera vez. Ahora traslucía una colérica certeza, y también una amenaza contra algo, o contra alguien. Y Quart la vio asentir muy despacio, con expresión sombría.


El limpiabotas terminó de lustrar los zapatos de Octavio Machuca, le vendió un billete de lotería y se fue con la caja de betunes bajo el brazo, canturreando una copla. El sol estaba vertical, y un camarero de La Campana hacía chirriar la manivela del toldo para dar resguardo a las mesas dispuestas en la terraza. Sentado junto a Machuca, Pencho Gavira bebía con placer una cerveza helada. Los parabrisas de los automóviles reflejaban la luz de la calle en los cristales de sus gafas oscuras y en el reluciente pelo negro peinado hacia atrás con brillantina.

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