Читаем La piel del tambor полностью

Contaba algo el viejo banquero, un episodio relacionado con la última junta de accionistas, y Gavira asentía distraído, vuelto hacia él y sin prestarle mucha atención. El secretario de Machuca ya se había ido, y el presidente del Banco Cartujano consumía los últimos minutos antes de irse a comer a Casa Robles. De vez en cuando Gavira le echaba un vistazo disimulado al reloj. Tenía una cita de trabajo: un almuerzo con tres de los consejeros que la semana siguiente iban a decidir su futuro. Gavira era partidario de que lloviera sobre mojado, así que en las últimas horas había puesto en marcha un delicado juego de presiones. De los nueve miembros del consejo, aquellos tres eran maleables con los argumentos oportunos; y contaba con un cuarto, del que detalles de índole íntima -fotos en un yate de Sotogrande con cierto bailarín aficionado a los banqueros maduros y a la cocaína- permitían prever una cooperación más o menos entusiasta. Por eso, contra su costumbre, aquel mediodía no prestaba la atención debida a las palabras de su jefe y protector, limitándose a asentir de vez en cuando entre sorbo y sorbo de cerveza. Se concentraba como un samurai antes del combate, atento ya a la disposición de asientos en la comida, los términos en que iba a plantear el asunto, el clímax y el previsible desenlace. Gavira sabía muy bien, por experiencia, que no era lo mismo sobornar a tres consejeros de banco que a un chupatintas cualquiera. Aunque en el fondo resultaran siempre más fáciles los consejeros, el estilo era diferente y las apariencias costaban un poco más.

El camarero interrumpió la charla de Machuca: llamaban a don Fulgencio Gavira al teléfono. Se disculpó éste y pasó al interior, quitándose las gafas de sol. Sin duda era Peregil, que no había dado señales de vida en toda la mañana. Anduvo hasta una esquina del mostrador y cogió el auricular de manos de la cajera. No era Peregil, sino su secretaria; y llamaba desde el despacho del Arenal. Durante los siguientes tres minutos Gavira escuchó en silencio, sin hacer el menor comentario. Luego dio las gracias y colgó.

Tardó una eternidad en llegar a la puerta, tocándose el nudo de la corbata como si se dispusiera a aflojarlo. Quiso reordenar sus ideas, mas éstas se confundían con el calor, el rumor de conversaciones, la fuerte luz y el ruido de automóviles. Resultaba difícil establecer si lo ocurrido era bueno o era malo; pero sus planes se veían desajustados, reclamándole otros nuevos. De un modo u otro, a Gavira le sobraba temple; antes de llegar a la puerta ya había mirado el reloj, consciente de la imposibilidad de anular la comida prevista, maldecido a Peregil por no estar a mano cuando más lo necesitaba, y perfilado al menos tres buenas razones para considerar positivo cuanto acababa de saber. Así que casi rozó el optimismo al salir al exterior todavía con las gafas de sol en la mano, meditando el modo de planteárselo a don Octavio Machuca. Pero el viejo no estaba solo. Se había levantado a besar a Macarena, escoltada por el cura alto venido de Roma; y los tres lo miraban a él. Entonces Gavira soltó entre dientes una blasfemia sonora como un latigazo, que hizo volver la cabeza, escandalizadas, a dos señoras maduras que se cruzaron en el umbral.


Fue Macarena quien lo dijo casi todo. Se mantenía sentada en el borde de la silla, frente a Machuca, inclinándose hacia él al hablar. Fruncía el ceño concentrada, hosca; y Lorenzo Quart observó su perfil entre el cabello que le caía por los hombros, las mangas de la camisa de cuadros azules vueltas al modo masculino, por encima de los antebrazos morenos y las manos largas y expresivas, que agitaba junto a las rodillas del viejo banquero. Este, de vez en cuando, le tomaba una para oprimirla suavemente entre sus garras descarnadas, en un intento por tranquilizarla. Pero Macarena no parecía inquieta, sino furiosa. Eran su terreno, su marido, su padrino. Sus filias y sus fobias, su memoria y sus heridas. Así que Quart sólo pudo mantenerse al margen, dejarse guiar por ella, escuchar mientras observaba a los dos hombres que, de un modo u otro, tenían en sus manos la suerte de Nuestra Señora de las Lágrimas. Por fin Macarena terminó, echándose hacia atrás en la silla con una ojeada hostil a Pencho Gavira, que había estado fumando en silencio, cruzadas las piernas. Impávido, abría y cerraba las patillas de las gafas de sol sobre la mesa, dirigiéndole de vez en cuando silenciosas miradas a Quart. Todos lo observaban a él, ahora. Y habló primero el viejo Machuca:

– ¿Qué sabes tú de esto, Pencho?

Quart vio que Gavira dejaba quietas las gafas. La misma mano fue hasta la boca, firme, para sostener el cigarrillo entre dos dedos:

– No diga barbaridades, don Octavio. Qué voy yo a saber.

La cerveza, ya sin espuma, se calentaba en su vaso. Vino un mendigo a pedirles una moneda y Machuca lo despidió con un gesto.

– No hablamos del muerto -dijo Macarena-. Sino de la desaparición de don Príamo.

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