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Después, con aspecto de moverse en el límite impreciso de lo real y de un sueño, miró a Quart y luego a Macarena, casi esperando que confirmaran sus pensamientos no expresados. Abría la boca a punto de decir algo, o necesitando, quizás, más aire para respirar. Se mantenía firme, pero su aplomo había desaparecido. De pronto, un semáforo pasó del rojo al verde y el desfile de parabrisas de automóviles los deslumbró a todos con una sucesión de destellos y ráfagas de sol. Gavira parpadeó, enrojeciendo con violencia. Sacudido por una ola de calor inesperado.

– Ahora deben disculparme -dijo-. Tengo una comida de trabajo.

Apretaba un puño llevándoselo hasta la barbilla, como si fuese a golpearse a sí mismo. Y al ponerse en pie, derramó el vaso de cerveza.

XIII El Canela Fina

Ah, Watson -dijo Holmes-. Puede que tampoco usted se comportara muy elegantemente si se encontrara privado en un instante de esposa y de fortuna.

(A. Conan Doyle. Aventuras de Sherlock Holmes)

Un altavoz amplificaba la charla del guía; algo sobre los ocho siglos de la Torre del Oro, con música de fondo de un pasodoble. Al cruzarse, el motor de la lancha de turistas resonó afuera, en las aguas del río, y al cabo de unos instantes el movimiento de su oleaje llegó hasta los costados del Canela Fina, balanceando la embarcación atracada al muelle. La cámara olía a rancio y a sudor, entre los mamparos de madera repintada y las manchas de óxido en las planchas de hierro. Mientras motor y música se alejaban, don Ibrahim vio cómo el rayo de sol que entraba por el portillo abierto se desplazaba lentamente a estribor sobre la mesa con restos de comida, haciendo brillar las pulseras de plata en las muñecas de la Niña Puñales antes de retornar lentamente a babor, para inmovilizarse en la calva mal disimulada de Peregil.

– Podíais haber elegido -dijo éste- un sitio que se moviera menos.

Tenía el pelo desordenado sobre el cráneo húmedo de sudor, y se enjugaba la frente con un pañuelo. Lo suyo no eran las superficies oscilantes: ojos de brillo mortecino, semejantes a los de los toros mansos esperando el descabello; piel con ese inconfundible tinte pálido que traen consigo las angustias del mareo. Los barcos de turistas eran muchos, y el aguaje de cada uno lo desencajaba un poco más.

Don Ibrahim no dijo nada. Su propia vida le había enseñado a considerar a los hombres y a ser piadoso con sus miserias y sus vergüenzas. A fin de cuentas la existencia era un sube y baja, y el que más y el que menos terminaba tropezando en un peldaño. Así que retiró silenciosamente la vitola de un Montecristo para acariciar con delicadeza la superficie suave, ligeramente nervuda, de las prietas hojas de tabaco. A continuación lo horadó con la navajita de Orson y se lo llevó a los labios, haciéndolo girar voluptuosamente mientras humedecía el extremo. Saboreando el aroma de aquella perfecta obra de arte.

– ¿Qué tal se porta el cura? -preguntó Peregil.

Había cesado el balanceo y mostraba un poco más de entereza, aunque seguía tan pálido como uno de los cirios de la parroquia que sus tres mercenarios habían dejado, temporalmente, sin titular. Con el puro aún sin encender en la boca, don Ibrahim asintió con mucha gravedad. Un gesto apropiado a la materia que los ocupaba, pues se refería a un digno hombre de iglesia; a un santo varón. Y hasta donde alcanzaba, un secuestro no tenía por qué estar reñido con el respeto. Eso lo había aprendido en Hispanoamérica, donde la gente se fusilaba hablándose todo el rato de usted.

– Se porta bien. Muy entero y tranquilo. Como si no fuera con él.

Apoyado en la mesa y procurando mantener los ojos apartados de los restos de comida, Peregil tuvo fuerzas para componer una desmayada sonrisa:

– Es duro el viejo.

– Ozú -dijo la Niña -. De cojones.

Hacía ganchillo, cuatro al aire y dejo dos, moviendo las manos con rapidez entre el tintineo de las pulseras; y de vez en cuando dejaba sobre la falda aguja y labor para darle un tiento a la caña de manzanilla que tenía cerca, junto a la botella más que mediada. El calor le extendía la mancha oscura de maquillaje en torno a los ojos, agrandándoselos, y la manzanilla le había corrido un poco el carmín. Cuando la embarcación se balanceaba lo hacían también sus largos zarcillos de coral.

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