Ella tardó una eternidad en volverse hacia el sacerdote, cómo si le costara reconocerlo.
– Nada -las palabras salieron lentamente, inexpresivas. Movía la cabeza a uno y otro lado, con desesperanza-. Dice que lo mató, y luego se calla.
– ¿Y usted lo cree?
En alguna parte del edificio, apagada y lejana, resonó una puerta al cerrarse. Gris Marsala miró a Quart, sin responder. Sus ojos claros reflejaban un desprecio infinito.
Cuando el abogado Arce se fue en un taxi con la monja, Simeón Navajo pareció relajarse, aliviado. Detesto a esos fulanos, confió a Quart en voz baja. Con sus trucos, sus habeas corpus y todo lo demás. Son la peste, páter; y ese suyo tiene más conchas que las islas Galápagos. Después de aquel desahogo, el subcomisario le echó un vistazo a los folios que habría traído el otro policía, antes de pasárselos al sacerdote:
– Aquí tiene copia de la declaración. No es algo muy regular, así que hágame el favor de no airearla demasiado por ahí. Pero usted y yo… -Navajo sonreía a medias- Bueno. Me hubiera gustado ayudar más en este asunto.
Quart lo miró, agradecido:
– Lo ha hecho.
– No me refiero a eso. Quiero decir que un sacerdote detenido por asesinato… -Navajo se tocó la coleta, incómodo-. Ya me entiende. No lo hace sentirse a uno satisfecho de su trabajo.
Hojeaba Quart los folios fotocopiados, escritos en lenguaje oficial. En Sevilla, a tantos de tantos, comparece don Príamo Ferro Ordás, natural de Tormos, provincia de Huesca. Al pie del último estaba la firma del párroco: un trazo torpe, casi un garabato.
– Cuénteme cómo lo hizo.
Navajo señaló las diligencias.
– Ahí lo tiene todo. El resto podemos deducirlo de sus respuestas afirmativas a nuestras preguntas, o de lo que se ha negado a contestar. Según parece, Honorato Bonafé estaba en la iglesia sobre las ocho u ocho y media. Probablemente había entrado por la puerta de la sacristía. El padre Ferro fue a la iglesia para hacer su ronda antes de cerrar, y allí estaba el otro.
– Iba chantajeando a todo el mundo -apuntó Quart.
– Quizá fuera eso. Cita previa o casualidad, el caso es que el párroco dice que lo mató, y punto. Sin más detalles. Sólo añade que después cerró la puerta de la sacristía, dejándolo dentro.
– ¿En el confesionario?
Navajo movió la cabeza:
– No se pronuncia. Pero mi gente ha reconstruido lo que pasó. Bonafé estaría subido al andamio del altar mayor, junto a la imagen de la Virgen. Según todos los indicios, el párroco subió también -acompañaba el relato con sus habituales gestos de las manos, dos dedos caminando hacia arriba como si treparan por el andamio, y luego otros dos dedos acercándose-. Discutieron, forcejearon o lo que fuera. El caso es que Bonafé cayó, o fue empujado, desde cinco metros de altura -Navajo enlazó los dos pares de dedos un instante y luego imitó la caída de uno de los contendientes-. Aquella herida de la mano se la hizo al intentar agarrarse a un tornillo del andamio. En el suelo, reventado aunque todavía vivo, se arrastró unos metros, incorporándose después -Quart seguía, casi angustiado, el lento arrastrarse de los dedos del policía-, Pero no podía andar, y lo más cercano que pudo hallar fue el confesionario. Así que se derrumbó en él y allí murió.
Los dedos que representaban a Bonafé yacían ahora inmóviles, sobre la palma de la otra mano que oficiaba como improvisado confesionario. Gracias a la mímica de Navajo, Quart podía imaginar la escena sin esfuerzo; y a pesar de ello le seguían aturdiendo la cabeza todas y cada una de las conjunciones adversativas que había aprendido de pequeño, en la escuela. Mas. Pero. Empero. Sino. Sin embargo.
– ¿Lo confirma don Príamo?
Navajo puso cara de fastidio. Hubiera sido demasiado hermoso. Mucho pedir.
– No. Sólo se calla -se quitó las gafas para mirarlas al trasluz del neón, como si la limpieza de los lentes le infundiera sospechas profesionales-. Dice que lo hizo él, y se calla.
– Esta historia no tiene pies ni cabeza.
El subcomisario sostuvo la mirada escéptica de Quart sin pestañear, en un silencio que sólo era cortés.
– No estoy de acuerdo -dijo por fin-. Como clérigo es posible que usted prefiera otros indicios, o circunstancias. Imagino que es el lado moral del hecho lo que le repugna, y lo comprendo. Pero póngase en mi lugar -se caló las gafas-. Soy policía y mis dudas son mínimas: tengo un informe forense y un hombre, sacerdote o no, en correcto uso de sus facultades mentales, que confiesa haber matado. Como decimos aquí: líquido blanco y embotellado, con una vaca en la etiqueta, no puede ser más que leche. Pasteurizada, desnatada o merengada, como guste; pero leche.
– Bien. Usted sabe que él lo hizo. Pero yo necesito saber cómo y por qué lo hizo.