– De todas formas, no olvido que sigo en deuda con usted -alzó un dedo de pronto. Acababa de acordarse de algo-. Por cierto. En el hospital Reina Sofía acaba de ingresar un hombre en un estado lamentable. Lo encontraron bajo el puente de Triana, hace un rato -ahora Navajo escrutaba a Quart con mucha atención- Es un detective privado de baja estofa, que según cuentan hace de escolta para Pencho Gavira, el marido, o lo que sea, de la señora Bruner hija. Vaya noche de coincidencias, ¿verdad?… Imagino que tampoco sabrá nada de eso.
Quart sostenía la mirada del policía, impasible:
– Tampoco.
Navajo se hurgaba los dientes con una uña.
– Lo suponía -dijo-. Y no sabe cuánto me alegro, porque ese individuo está hecho un Ecce Homo: dos brazos partidos y la mandíbula rota. Costó media hora conseguir que articulase dos palabras, imagínese. Y cuando lo hizo, fue para decir que se había caído por la escalera.
No había mucho más que decir. Como Quart era el único representante eclesiástico que tenía a mano, Navajo le entregó algunos documentos oficiales con el juego de llaves de la iglesia y de la casa parroquial. También le hizo firmar una breve declaración sobre el carácter voluntario de la entrega del padre Ferro.
– Ningún otro clérigo, aparte de usted, ha hecho acto de presencia por aquí. Esta tarde nos telefoneó el arzobispo, pero fue para lavarse las manos con mucho arte -el policía hizo una mueca-. Ah. También para rogar que mantengamos a los periodistas lejos del asunto.
Después tiró el botellín vacío a la papelera, inició un descomunal bostezo, y tras mirar el reloj, insinuó sus deseos de irse a dormir. Pidió Quart ver por última vez al párroco, y Navajo, tras considerarlo un momento, declaró que no había inconveniente si el interesado lo autorizaba. Se fue a hacer la gestión, y al hacerlo dejó la perla falsa dentro de su bolsita de plástico sobre la mesa.
Quart la estuvo observando sin tocarla, mientras pensaba en Honorato Bonafé con aquello en un bolsillo. Era gruesa, descascarillada su capa brillante en la parte donde estuvo pegada en el alvéolo de la imagen. Para el asesino, fuera quien fuese -el padre Ferro, la misma iglesia, cualquiera de los personajes que se movían en torno a ella-, la perla cobraba, una vez fuera del lugar donde había estado engarzada, el carácter de objeto mortal. Bonafé había ido a pasear sin saberlo por el filo mismo del misterio: algo que trascendía los límites policíacos del asunto.
No era tanto el misterio, al fin y al cabo. Y Quart esbozó una sonrisa lentísima y triste, con los ojos fijos en la perla falsa de Nuestra Señora de las Lágrimas, mientras su entorno se ponía a girar despacio, como en la bóveda negra que cada noche escrutaba el padre Ferro en pos de la más estremecedora de las certezas. Y a Quart todo se le reveló increíblemente sencillo mientras lo veía encajar de manera perfecta: la perla, la iglesia, aquella ciudad, el punto del espacio y del tiempo en que todo se situaba. Personajes reflejados en el río ancho, viejo y sabio, camino de un mar inmenso, inmutable; un mar que seguiría batiendo playas desiertas, ruinas, puertos abandonados, barcos oxidados con inmóviles amarras, cuando mucho tiempo después todos ellos se hubieran ido.
Era tan breve el espacio, tan precario el refugio, tan frágil el consuelo, que no resultaba difícil comprender a quien desenvainaba la espada de Josué para librar la batalla que a todo daba sentido, o a quien cargaba la cruz con los pecados de otros. Eran dos caras de la misma moneda: el único heroísmo posible, el valor lúcido desprovisto de banderas y de victoria. Peones solitarios al extremo del tablero, esforzándose por terminar su juego con dignidad incluso desbordados por la derrota, como cuadros de infantería cuyo fuego se extinguiera poco a poco en un valle inundado de enemigos y de sombras. Ésta es mi casilla, aquí estoy, aquí muero. Y en el centro de cada casilla, un cansado redoble de tambor.
– Cuando quiera, páter -anunció Navajo, asomándose a la puerta.