Читаем La piel del tambor полностью

Fue a sentarse en uno de los bancos y la estuvo mirando desde allí, inmóvil, durante mucho rato. Las campanadas iban sucediéndose en el reloj de la torre cercana; y cada vez los vencejos y las palomas revoloteaban inquietos, arrancados al sueño, para volverse a posar de nuevo en el resguardo de los aleros. Ya no había luna en el cielo. Las estrellas seguían arriba, parpadeando heladas, y hacia el alba el frío se hizo más intenso, atenazando los muslos y la espalda del sacerdote. Todo se tornaba más definido en su espíritu lleno de paz, y de ese modo vio cómo la claridad que empezaba a insinuarse hacia el este crecía despacio perfilando cada vez más la silueta de la espadaña que parecía ensombrecerse por contraste con la negrura menguante tras ella. Y sonaron más campanadas en el reloj, y otra vez palomas y vencejos serenaron su revuelo. Y era el día lo que se anunciaba ya con decisión, en la claridad rojiza que empujaba a la noche hacia el otro lado de la ciudad, en el perfil nítido de la espadaña, el tejado, los aleros de la plaza y los colores que afianzaban su matiz oscuro de oro y tierra sobre la cal blanca de los muros. Y cantaron los gallos, porque Sevilla era una de esas ciudades donde quedaban gallos para cantarle al alba. Entonces Lorenzo Quart se puso en pie igual que si retornara de un largo sueño. O tal vez seguía envuelto en él, como habría dicho cualquiera que observara su forma de caminar hacia la iglesia.

Bajo el arco de la entrada sacó del bolsillo la llave y la hizo girar en la puerta, que se abrió con un chirrido. Ya entraba luz suficiente por las vidrieras para permitirle avanzar con seguridad entre los bancos amontonados al fondo de la nave y los dispuestos a ambos lados del pasillo central, ante el altar y el retablo, todavía oscuro de sombras, junto al que brillaba la pequeña lamparilla del Santísimo. Escuchando sus pasos anduvo hasta el centro de la iglesia, y allí miró el confesionario con la puerta abierta, los andamios en las paredes, las gastadas losas del suelo y la negra boca de la cripta donde reposaban los restos de Carlota Bruner.


Después se arrodilló en uno de los bancos y aguardó inmóvil hasta que terminó de amanecer. No oraba, pues no sabía ante quién hacerlo, y tampoco la antigua disciplina de los ritos profesionales se le antojaba apropiada a las circunstancias. Por eso se limitó a esperar con la mente vacía, dejándose mecer en el consuelo silencioso de las viejas paredes, bajo el techo ennegrecido por humo de velas, incendios y manchas de humedad que se extendía sobre su cabeza, allí donde la claridad creciente apuntaba el rostro barbudo de un profeta, las alas de un ángel, una nube vacía o una silueta irreconocible como un fantasma desvaneciéndose en la quietud del tiempo. Al fin llegó la luz del sol, penetrando justo a través de la silueta emplomada del Cristo desaparecido en la ventana; y el retablo se volvió barroco arabesco de pan de oro, columnas rubias que mostraban la gloria de Dios. El pie de la Madre aplastaba la cabeza de la serpiente, y eso, supuso Quart, era lo único que de veras importaba. Entonces subió al coro e hizo sonar la campana. Aguardó un cuarto de hora sentado en el suelo, bajo el cabo de cuerda rematada en gruesos nudos, y después, incorporándose, la hizo sonar de nuevo con dos últimos toques espaciados al terminar. Faltaban quince minutos para la misa de ocho.


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