El Potro del Mantelete y la Niña Puñales asintieron en silencio. Don Ibrahim hizo tres fajos de treinta y tres mil, se introdujo uno en el bolsillo interior de la chaqueta y pasó los otros a sus compadres. El billete sobrante lo puso encima de la mesa.
– ¿Cómo lo veis? -preguntó.
El Potro del Mantelete, fruncidas las cejas, alisó el billete y se quedó mirando la efigie de Hernán Cortés.
– Parece bueno -aventuró.
– Me refiero al trabajo. Al encargo.
El Potro siguió mirando el billete con aire taciturno y la Niña Puñales se encogió de hombros:
– Es dinero -dijo como si aquello lo resumiera todo-. Pero enredarse con curas tiene mala sombra.
Don Ibrahim hizo un gesto para quitarle gravedad al asunto. Lo hizo con la mano izquierda, donde el cigarro humeaba junto a la sortija de oro, y la ceniza volvió a caerle sobre el pantalón blanco.
– Lo resolveremos con mucho tacto -apuntó, inclinado con esfuerzo sobre la tripa mientras sacudía el polvillo gris.
La Niña Puñales dijo
– Lo del tacto es importante -dijo despacio.
– Ozú -corroboró la Niña.
El Potro del Mantelete aún fruncía el ceño, como cada vez que se ponía a considerar algo. Del mismo modo, con el ceño fruncido y considerando muy por lo menudo la cuestión, había entrado un día en casa para encontrar a su hermano paralítico en la silla de ruedas, con los pantalones por las rodillas y su cuñada -la mujer del Potro- sentada encima entre elocuentes jadeos. Sin apresurarse ni levantar la voz, asintiendo dulcemente con la cabeza mientras el hermano aseguraba que aquello era un malentendido y que podía explicarlo todo, el Potro del Mantelete se había situado detrás de la silla de ruedas, llevándola casi con ternura hasta el rellano para dejarla caer, junto a su propietario, escaleras abajo con el resultado de treinta y dos escalones haciendo cloc-clac, y una fractura de cráneo mortal de necesidad. La mujer salió librada con una paliza metódica, científica, consistente en dos ojos morados y un K.O. por gancho de izquierda del que se repuso a la media hora, justo a tiempo de hacer la maleta y desaparecer para siempre. Lo del hermano tuvo peor arreglo: enfrentado a una petición fiscal de treinta años, sólo la habilidad del abogado logró cambiar en el ánimo del juez la tesis del asesinato por la de homicidio accidental, con el resultado de absolución
– Sigo viendo demasiados curas -insistió la Niña.
Las pulseras de plata tintineaban de nuevo al darle vueltas a la copa vacía. Don Ibrahim y el Potro se miraron, y el ex falso abogado pidió tres finos La Ina más y unas tapitas de caña de lomo para acompañar. Apenas el camarero puso el jerez frío sobre la mesa, ella liquidó su copa de un solo trago mientras los dos hombres apartaban la vista, haciendo como que no veían el gesto.