Читаем La piel del tambor полностью

Don Ibrahim miró por la ventana al otro lado de la calle, hacia las botas camperas de Valverde del Camino colgadas de la marquesina sobre el escaparate de Calzados La Valenciana. Después, con un estremecimiento de melancolía, observó los dos rostros que tenía ante sí. En otro momento de su vida habría enviado a freír espárragos a Peregil y su encargo; o, lo que era probable, exigiría más dinero. Pero tal y como andaban las cosas no había mucho donde escoger. Observó tristemente la boca pintada de la Niña, el lunar postizo, las uñas cuya laca roja se caía en los bordes, los dedos descarnados en torno a la copa vacía. Después movió los ojos a la izquierda para encontrar la mirada fiel del Potro del Mantelete, antes de terminar en su propia mano sobre la mesa; la que sostenía el habano junto al anillo, falso como Judas, que de vez en cuando lograba colocar por mil duros -tenía varios- a algún turista incauto en los bares de Triana. Ellos dos eran su gente, su responsabilidad. El Potro, por su fidelidad más allá del infortunio. La Niña, porque el antiguo falso abogado nunca había oído cantar Capote de grana y oro como a ella, recién llegado a Sevilla, al verla en un escenario. No la conoció en persona hasta mucho después, alternando en un tablao de ínfima categoría, ya arruinada por el alcohol y los años, viva estampa de las coplas que cantaba con esa voz rota, sublime, que ponía la carne de gallina: La loba. Romance de valentía. Falsa moneda. Tatuaje. La noche del encuentro, don Ibrahim se juró a sí mismo rescatarla del olvido sin otro móvil que hacer justicia al Arte. Porque, a pesar de las calumnias del Colegio de abogados, a pesar de lo publicado en la prensa local cuando se empeñaron en meterlo en la cárcel por un absurdo diploma que a nadie importaba un carajo, a pesar de las chapuzas que se veía obligado a hacer para ganarse la vida, él no era un miserable. Don Ibrahim irguió la cabeza, ajustándose maquinalmente la cadena del reloj en los bolsillos del chaleco. El era un hombre digno, con mala suerte.

– Se trata de una simple cuestión estratégica -repitió pensativo, en voz alta, más por convencerse a sí mismo que por otra cosa, y sintió fija en él la esperanza de sus compadres. Celestino Peregil había prometido tres millones, pero quizá le sacaran más. Se decía que Peregil era peón de brega de un banquero montado en el dólar. Aquello olía a dinero, y ellos necesitaban liquidez para echar los cimientos de un viejo sueño. Don Ibrahim era hombre leído, aunque un poco por encima -de lo contrario, mal hubiera podido ejercer algún tiempo en Sevilla antes de que saltara la liebre-, y de sus lecturas atesoraba citas como oro en paño. En lo tocante a sueños, la mejor procedía de Thomas D. H. Lawrence, aquel fulano de Arabia que había escrito Lady Butterfly: los hombres que sueñan con los ojos abiertos se llevan el gato al agua, o algo así. No albergaba muchas ilusiones sobre cómo tenían los ojos el Potro y la Niña; pero eso era lo de menos. Él los mantenía abiertos por ellos.

Miró con afecto al Potro del Mantelete, que masticaba despacio una loncha de caña de lomo:

– ¿Y tú qué opinas, campeón?

El Potro siguió masticando en silencio cosa de medio minuto.

– Podemos hacerlo, creo -repuso al cabo, cuando los otros casi habían olvidado la pregunta-. Si Dios reparte suerte.

A don Ibrahim se le escapó un suspiro resignado:

– Ese es justo el problema. Con tanto cura por medio, no sé de qué parte se nos pondrá Dios.

Sonrió el Potro por primera vez aquella mañana, y lo hizo con fe. Siempre sonreía con fe y como con cuentagotas, igual que si el esfuerzo muscular fuese excesivo en su rostro machacado por los toros y los guantes de sus adversarios en el ring.

– Todo sea por la Causa -dijo.

La Niña Puñales soltó un ole bajito y tierno:


Juró amarme un hombre

sin miedo a la muerte…


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