Читаем La piel del tambor полностью

– ¿Ayudarme?… No sé en qué puede ayudarme alguien como usted -se había vuelto a mirarlo por última vez, incorporándose, y su voz levantaba ecos en el crucero de la nave-. Conozco bien a los de su clase… La ayuda que esta iglesia necesita es otra; y de ésa no trae en sus preciosos bolsillos. Y ahora váyase. Tengo un bautizo dentro de veinte minutos.


Gris Marsala lo acompañó hasta la puerta. Quart, que apelaba a toda la disciplina y sangre fría para no exteriorizar su despecho, escuchó sin prestar demasiada atención los esfuerzos por disculpar al párroco. Está bajo fuerte presión, resumía la arquitecto a modo de excusa. Los políticos, los bancos y el Arzobispado rondaban en torno como una manada de lobos. Sin la obstinación del padre Ferro, la iglesia estaría demolida hace tiempo.

– Puede que terminen demoliéndola, de todos modos -apuntó Quart, dejando correr un poco de inquina-. Gracias a él, y con él dentro.

– No diga eso.

Ella tenía razón. No debía decir tales cosas. No debía decirlas en absoluto, se recriminó Quart otra vez dueño de sí, respirando el aroma de azahar cuando salieron a la calle. Había un albañil trabajando con una pala junto a la hormigonera, en el rincón formado por la fachada de la iglesia en ángulo con el edificio contiguo. Quart le dirigió un vistazo distraído mientras caminaban entre los naranjos de la plaza.

– No entiendo esa actitud -dijo-. A fin de cuentas yo estoy de su parte. La Iglesia está de su parte.

Gris Marsala lo miró, irónica.

– ¿A qué Iglesia se refiere?… ¿A la de Roma? ¿Al arzobispo de Sevilla? ¿A usted mismo?… -movió la cabeza, incrédula-. No. El tiene razón, y lo sabe. Nadie está de su parte.

– No me sorprende. Parece dispuesto a buscarse todo tipo de problemas.

– Ya los tiene. Su enfrentamiento con el arzobispo es una guerra abierta… En cuanto al alcalde, amenaza con poner una querella: considera insultantes los términos en que don Príamo se refirió a él durante la homilía de la misa dominical, hace un par de semanas.

Se detuvo Quart, interesado. Aquello no figuraba en el informe de monseñor Spada.

– ¿Qué dijo?

La arquitecto moduló una sonrisa torcida:

– Lo llamó especulador infame, prevaricador y político sin conciencia -miró de reojo, a ver qué cara ponía-. Que yo me acuerde.

– ¿Suele pronunciar ese tipo de sermones?

– Sólo cuando se calienta mucho -Gris Marsala se detuvo, reflexionando un poco-. Últimamente quizá con cierta frecuencia. Habla de los mercaderes que invaden el templo, y cosas así.

– Los mercaderes -repitió Quart.

– Sí. Entre otros.

El sacerdote enarcaba las cejas, valorando el asunto:

– No está mal -concluyó-. Veo que nuestro párroco es un experto en el arte de hacer amigos.

– Tiene amigos -protestó ella. Después le dio un puntapié a una chapa de cerveza para quedarse viéndola rodar-. También tiene feligreses; gente buena que viene aquí a rezar y que lo necesita. Y usted no puede juzgarlo por lo de hace un rato.

Había un punto de pasión en su voz, que por alguna razón la hacía parecer más joven. Quart negó, molesto.

– Yo no he venido a juzgar -se había vuelto a observar la deslucida espadaña de la iglesia, pero en realidad evitaba los ojos de la mujer-. Serán otros quienes lo hagan.

– Claro -se quedó parada delante, con las manos en los bolsillos de los téjanos, y a él no le gustó el modo en que lo miraba-. Usted es de los que redactan su informe y se lavan las manos, ¿verdad?… Se limita a llevar a la gente al Pretorio y todo eso. Son otros los que dicen ibi ad crucem.

Quart ironizó un gesto de sorpresa:

– No la imaginaba tan versada en los Evangelios.

– Hay demasiadas cosas que usted no imagina, me parece.

Incómodo, el sacerdote descargó el peso de su cuerpo en una pierna y luego en la otra. Luego se pasó una mano por el pelo gris cortado a cepillo. A una veintena de metros de distancia, el albañil que trabajaba junto a la hormigonera se había detenido y los miraba, apoyado en la pala. Era un joven vestido con viejas prendas militares manchadas de cal.

– Lo único que pretendo -dijo Quart- es garantizar una amplia investigación.

Todavía frente a él. Gris Marsala negó con la cabeza.

– No -ahora los ojos claros lo diseccionaban con la simpatía de un bisturí-. Don Príamo acertó el diagnóstico: usted ha venido a garantizar una limpia ejecución.

– ¿Dijo eso?

– Sí. En cuanto el Arzobispado anunció que vendría.

Quart desvió la mirada por encima del hombro de la mujer. Había una ventana y una reja con geranios, y un canario inmóvil en su jaula.

– Sólo quiero ayudar -dijo en tono neutro, y su voz le pareció de pronto la de un extraño. En ese momento sonó a su espalda la campana de la iglesia, y el canario se puso a cantar, feliz de tener compañía.

Aquél iba a ser un trabajo difícil.

III Once bares en Triana

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