Tienes que talar, talar y seguir talando, y tienes que abatir sin piedad, hasta que se despejen las filas de árboles y el bosque pueda considerarse sano.
(Jean Anouilh. La Alondra
)Hay perros que definen a sus amos, y coches que anuncian a sus propietarios. El Mercedes de Pencho Gavira era oscuro, reluciente, enorme, con una amenazadora estrella de tres puntas enhiesta sobre el radiador como el punto de mira de un ametrallador de proa. Aún no se había detenido del todo cuando Celestino Peregil ya estaba de pie en el bordillo de la acera, manteniendo abierta la portezuela para que bajara su jefe. El tráfico frente a La Campana era intenso, y la contaminación maculaba el cuello color salmón de la camisa del esbirro, entre la chaqueta cruzada azul marino y la corbata de seda a flores rojas, verdes y amarillas, que le destellaba en mitad del pecho como un infame semáforo. La humareda de los tubos de escape hacía ondear su pelo lacio y escaso, destruyendo la paciente disposición de camuflaje que cada mañana construía, con esmero y mucho fijador, desde la oreja izquierda.
– Has perdido más pelo -dijo Gavira con mala fe, mirándole al pasar el destruido peluquín. Sabía que nada mortificaba más a su escolta y asistente que ese género de alusiones; pero el financiero atribuía al uso periódico de la espuela la virtud de mantener despiertos a los animales de su cuadra. Además, Gavira era un hombre duro, hecho a sí mismo, y su naturaleza incluía tales ejercicios de caridad cristiana.
A pesar del tráfico y la contaminación, se anunciaba un hermoso día. Gavira consideró brevemente el panorama, bien erguido en la acera, mientras disponía los puños de su camisa para que sobresalieran de las mangas de la chaqueta; lo justo para mostrar el reflejo del sol de mayo en los gemelos de veinticuatro quilates que lastraban las dobles vueltas de seda azul pálido, confeccionadas por el mejor camisero de Sevilla. Parecía un modelo de revista de moda para caballeros, a la espera del fotógrafo, cuando se tocó el nudo de la corbata y, con la misma mano, pasó la palma por la sien para rozarse el pelo negro y abundante, algo ondulado tras las orejas, peinado hacia atrás con reluciente brillantina. Pencho Gavira era moreno, apuesto, ambicioso, elegante, triunfador, tenía dinero y estaba a punto de conseguir mucho más. De esos siete adjetivos o situaciones, cuatro o cinco eran debidos íntegramente al propio esfuerzo, y ése era su orgullo, y también su esperanza. El fundamento de la mirada segura, satisfecha, que paseó en torno antes de caminar hacia la esquina de la calle Sierpes, con el cabizbajo Peregil pegado a sus talones como un esbirro contrito.
Don Octavio Machuca estaba sentado en su mesa habitual de la confitería La Campana, revisando los papeles que le pasaba Cánovas, su secretario. Iba para algunos años que el presidente del Banco Cartujano cambiaba las mañanas de su despacho en el Arenal, decorado con maderas nobles y cuadros, por una mesa y cuatro sillas en aquella terraza donde latía el corazón de la ciudad. Allí leía el