Fue una distracción y un error, y lo comprendió al instante. Con visible placer. Machuca se introdujo por la brecha abierta.
– Impropio de ti -lo miraba a los ojos como una serpiente veterana que disfrutara infundiendo temor. Gavira contabilizó en su muñeca otro exceso de diez pulsaciones, por lo menos- Yo también soy anciano, Pencho. Y lo sabes mejor que nadie: aún tengo buenos dientes para morder… Sería peligroso olvidarlo, ¿verdad? -los párpados de rapaz se arrugaron de nuevo-. Cuando tan cerca estás de la meta.
– No lo olvido -resulta difícil tragar saliva sin que el interlocutor lo note, pero Gavira lo hizo dos veces-. En cuanto a ese párroco, entre usted y él no hay punto de comparación.
El banquero movía la cabeza, reprobador.
– Te encuentro bajo de forma, Pencho. Tú, recurriendo al halago.
– Usted no me conoce, don Octavio.
– No digas sandeces. Te conozco muy bien, y por eso has llegado donde has llegado. Y a donde estás a punto de llegar.
– Yo siempre le hablo con franqueza. Incluso cuando no le gusta.
– Te equivocas. Siempre aprecio tu franqueza, tan calculada como todo lo demás. Como tu ambición y tu paciencia… -el banquero miró en el interior de su taza, cual si buscara allí más detalles sobre el carácter de Gavira-. Y en lo que se refiere al punto de comparación, tal vez estés en lo cierto y ese cura y yo no tengamos nada que ver, salvo los años vividos. Lo ignoro. porque no lo conozco. Pero voy a darte un buen consejo, Pencho… ¿Tú aprecias mis consejos, verdad?
– Usted sabe que sí, don Octavio.
– Me alegro, porque éste es de los mejores. Desconfía siempre de un anciano que se aferra a una idea. Es tan raro llegar a viejo con ideas por las que luchar, que los pocos afortunados no se las dejan arrebatar fácilmente -se detuvo como si recordara algo-. Además, creo que las cosas se han complicado, ¿no?… Un cura de Roma y todo eso.
El suspiro de Pencho Gavira sonó a sincero. Quizá lo era.
– Se mantiene usted muy al día, don Octavio.
Machuca cambió una mirada con su secretario, que seguía sentado a la otra mesa, inmóvil frente a Peregil, con la cartera de piel negra sobre las rodillas y la expresión de un ratón jugando al poker. Mudo y ciego hasta nueva orden. Peregil, en cambio, se removía inquieto y lanzaba de soslayo miradas nerviosas a Gavira. La proximidad de don Octavio Machuca, la conversación de éste con su jefe y la presencia imperturbable de Cánovas lo intimidaban.
– Ésta es mi ciudad, Pencho -dijo Machuca-. No sé de qué te extrañas.
Gavira sacó un paquete de tabaco rubio y encendió un cigarrillo. El presidente no fumaba, y él era el único a quien permitía hacerlo en su presencia.
– Tranquilícese -dijo con la primera bocanada de humo-. Todo está bajo control -expulsó una segunda con más lentitud-. Sin cabos sueltos.
– No estoy intranquilo -el banquero movía la cabeza, mirando distraído a la gente que pasaba-. Repito que es tu operación, Pencho. Yo me jubilo en octubre; salga bien o mal, nada de esto cambiará mi vida. Pero sí puede cambiar la tuya.
Con aquello el viejo pareció dar por zanjado el asunto. Bebió el resto de su café con leche, y entonces se volvió de nuevo hacia Gavira:
– Por cierto, ¿qué sabes de Macarena?
Era un golpe bajo. Muy bajo. Y resultaba evidente que lo había estado reservando para el final. Si algún cabo suelto quedaba, era precisamente ése. Gavira miró el kiosco de periódicos y sintió la cólera martillearle el estómago. Porque también resultaba inoportuna la casualidad: justo cuando acababa de encomendarle a Peregil un seguimiento discreto de las andanzas de su mujer, aquellos periodistas del Q+S la veían golfeando con el torero y se inflaban a fotos. Perra suerte y maldita Sevilla.
Había exactamente once bares en los trescientos metros que separaban Casa Cuesta del puente de Triana. La media era uno cada veintisiete metros y veintisiete centímetros, calculó mentalmente don Ibrahim, más acostumbrado a libros y números. Cualquiera de los tres compadres podía recitar la relación completa hacia adelante, hacia atrás, o en orden alfabético: La Trianera. Casa Manolo. La Marinera. Dulcinea. La Taberna del Altozano. Las Dos Hermanas. La Cinta. La Ibense. Los Parientes. El Bar Ángeles. Y el kiosco de Las Flores al final, ya casi en la orilla, junto al azulejo con la Virgen de la Esperanza y la estatua de bronce del torero Juan Belmonte. Se habían detenido en todos y cada uno de ellos a discutir la estrategia, y ahora cruzaban el puente en estado de gracia, evitando pudorosamente mirar a la izquierda, hacia las nefastas edificaciones modernas de la isla de la Cartuja, y recreándose en el paisaje que se ofrecía a la derecha, Sevilla de toda la vida, hermosa y reina mora, con las palmeras a lo largo de la otra orilla, la Torre del Oro, el Arenal y la Giralda. Y casi a tiro de piedra, asomada al Guadalquivir, la plaza de toros de la Maestranza: la catedral del Universo donde la gente iba a rezar a los hombres valientes que la Niña Puñales cantaba en sus coplas.