Читаем La piel del tambor полностью

Cuando Lorenzo Quart salió del hotel Doña María, en vez de recorrer los escasos treinta metros que lo separaban de la puerta del Arzobispado caminó un poco hacia el centro de la plaza Virgen de los Reyes y se detuvo un instante, observando el panorama. Era la encrucijada de tres religiones: el viejo barrio judío a su espalda, los muros blancos del convento de La Encarnación a un lado, el Palacio Arzobispal a otro, y al fondo, junto al muro de la antigua mezquita árabe, el minarete transformado en campanario para la catedral cristiana: la Giralda. Había coches de caballos, vendedores de tarjetas postales, gitanas con churumbeles pidiendo una limosna para la leche del niño, y turistas que miraban hacia lo alto, asombrados, mientras hacían cola para visitar la torre. Una jovencita extranjera con acento norteamericano se apartó de un grupo para formularle a Quart cierta pregunta banal sobre alguna dirección próxima a la plaza; un pretexto para observar de cerca su rostro bronceado, tranquilo, que contrastaba poderosamente con el pelo gris muy corto y el alzacuello negro y blanco. Quart dio una respuesta superficial y cortés antes de desentenderse de la muchacha, que regresó junto a sus compañeras entre un coro de risas contenidas, cuchicheos y miradas sobre el hombro. Alcanzó a escuchar las palabras he's gorgeous, o sea, guapísimo. Aquello habría, sin duda, motivado la hilaridad de monseñor Spada. El recuerdo del director del IOE y sus consejos técnicos en la escalinata de la plaza de España, cuando la última conversación en Roma, lo hicieron sonreír. Después, todavía con la sonrisa en la boca, recorrió con la vista la torre de la Giralda, desde la base hasta la veleta que daba nombre al conjunto. Levantaba al cielo sus ojos azul-grises como un insólito turista, las manos en los bolsillos del traje negro cortado a medida por un excelente sastre romano casi tan prestigioso como Cavalleggeri e Hijos. España, el sur, la vieja cultura de la Europa mediterránea, sólo podían intuirse desde lugares como aquél. Sevilla era una superposición de historias, de vínculos imposibles de explicar unos sin otros. Rosario de tiempo, y sangre, y rezos en lenguas diferentes bajo un cielo azul y un sol sabio que todo lo igualaban en el transcurso de los siglos. Piedras supervivientes a las que aún era posible oír hablar. Bastaba olvidarse un momento de las cámaras de vídeo, las postales, los autocares cargados de turistas y jovencitas impertinentes, y acercar el oído a ellas, escuchando.

Faltaba media hora para su cita en el Arzobispado, así que subió por la calle Mateos Gago a tomar un café en la cervecería Giralda. Le apetecía sentarse cerca de la barra, disfrutando del suelo ajedrezado en blanco y negro, los azulejos y los grabados de la antigua Sevilla en las paredes. Sacó del bolsillo el Elogio de la milicia templario de Bernardo de Claraval, para leer unas páginas al azar. Era un viejísimo volumen en octavo cuya lectura alternaba cada día con los maitines, laudes, vísperas y completas del breviario; uso que cumplía rigurosamente, con aquella minuciosa disciplina suya que no apelaba a la piedad, sino al orgullo. A menudo, en las muchas horas pasadas en hoteles, cafeterías y aeropuertos, entre dos citas o viajes profesionales, el sermón medieval que durante doscientos años fue guía espiritual de los monjes soldados que combatían en Tierra Santa le ayudaba a soportar la soledad del oficio. A veces se dejaba llevar por el estado de ánimo que su lectura le producía, imaginándose último superviviente de la derrota de Hattin, la Torre maldita de Acre, los calabozos de Chinon o las hogueras de París: un templario solitario y muy cansado cuyos amigos estuvieran todos muertos.

Leyó unas líneas que en realidad podía recitar de memoria -«Se tonsuran el cabello, van cubiertos de polvo, negros por el sol que los abrasa y la malla que los protege…»- y alzó después el rostro para mirar la luz de la calle, los transeúntes que pasaban bajo las hojas verdes de los naranjos. Una mujer joven, esbelta, de aspecto extranjero, se detuvo un momento para recogerse el cabello, ayudándose con el reflejo del cristal en la ventana entreabierta. Lo hizo alzando los brazos desnudos con un gesto de extrema gracia, bellísima y concentrada en la propia imagen, hasta que sus ojos fueron un poco más allá y encontraron los de Quart. Por un instante sostuvo la mirada, sorprendida y curiosa, antes de que la naturalidad del gesto quedara destruida. Entonces, un joven con una cámara fotográfica al cuello y un mapa en la mano llegó a su lado y, pasándole el brazo por la cintura, se la llevó consigo.

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