Cuando Lorenzo Quart salió del hotel Doña María, en vez de recorrer los escasos treinta metros que lo separaban de la puerta del Arzobispado caminó un poco hacia el centro de la plaza Virgen de los Reyes y se detuvo un instante, observando el panorama. Era la encrucijada de tres religiones: el viejo barrio judío a su espalda, los muros blancos del convento de La Encarnación a un lado, el Palacio Arzobispal a otro, y al fondo, junto al muro de la antigua mezquita árabe, el minarete transformado en campanario para la catedral cristiana: la Giralda. Había coches de caballos, vendedores de tarjetas postales, gitanas con churumbeles pidiendo una limosna para la leche del niño, y turistas que miraban hacia lo alto, asombrados, mientras hacían cola para visitar la torre. Una jovencita extranjera con acento norteamericano se apartó de un grupo para formularle a Quart cierta pregunta banal sobre alguna dirección próxima a la plaza; un pretexto para observar de cerca su rostro bronceado, tranquilo, que contrastaba poderosamente con el pelo gris muy corto y el alzacuello negro y blanco. Quart dio una respuesta superficial y cortés antes de desentenderse de la muchacha, que regresó junto a sus compañeras entre un coro de risas contenidas, cuchicheos y miradas sobre el hombro. Alcanzó a escuchar las palabras
Faltaba media hora para su cita en el Arzobispado, así que subió por la calle Mateos Gago a tomar un café en la cervecería Giralda. Le apetecía sentarse cerca de la barra, disfrutando del suelo ajedrezado en blanco y negro, los azulejos y los grabados de la antigua Sevilla en las paredes. Sacó del bolsillo el Elogio de la milicia templario de Bernardo de Claraval, para leer unas páginas al azar. Era un viejísimo volumen en octavo cuya lectura alternaba cada día con los maitines, laudes, vísperas y completas del breviario; uso que cumplía rigurosamente, con aquella minuciosa disciplina suya que no apelaba a la piedad, sino al orgullo. A menudo, en las muchas horas pasadas en hoteles, cafeterías y aeropuertos, entre dos citas o viajes profesionales, el sermón medieval que durante doscientos años fue guía espiritual de los monjes soldados que combatían en Tierra Santa le ayudaba a soportar la soledad del oficio. A veces se dejaba llevar por el estado de ánimo que su lectura le producía, imaginándose último superviviente de la derrota de Hattin, la Torre maldita de Acre, los calabozos de Chinon o las hogueras de París: un templario solitario y muy cansado cuyos amigos estuvieran todos muertos.
Leyó unas líneas que en realidad podía recitar de memoria -«