Puede que la palabra no fuera exactamente envidia, o tristeza. No había un término exacto para definir la desolación familiar a cualquier clérigo ante el contacto próximo de parejas; hombres y mujeres a quienes era legítimo desarrollar el antiguo ritual de la intimidad, gestos que permitían acariciar la curva de una nuca hasta los hombros, la línea suave de unas caderas, los dedos de una mujer sobre la boca de un hombre. Y en el caso de Quart, al que en principio no hubiera resultado difícil acortar distancias con buena parte de las mujeres hermosas que se cruzaban en su camino, era más intensa aquella certidumbre de autodisciplina desconsolada, dolorosa, semejante a los amputados que aseguran sentir el hormigueo, el malestar de manos o piernas ya inexistentes como si todavía estuvieran ahí.
Miró el reloj, guardó el libro y se puso en pie. Al salir casi estuvo a punto de tropezar con un caballero muy gordo, vestido de blanco, que se disculpó cortésmente quitándose el sombrero panamá. El gordo se quedó mirando a Quart cuando éste anduvo despacio en dirección a la plaza y al edificio rojizo de fachada barroca que quedaba a la derecha, tras una fila de naranjos. Un conserje se acercó a identificar al recién llegado, pero a la vista del alzacuello le cedió inmediatamente el paso bajo las dos columnas dobles que sostenían el balcón principal, con el emblema heráldico de los arzobispos hispalenses tallado en piedra. Quart salió al patio, donde se proyectaba la sombra de la Giralda, y luego ascendió por la suntuosa escalera bajo la bóveda de Juan de Espinal, desde la que ángeles y querubines observaban a los recién llegados con aire aburrido, matando el tiempo en su inmovilidad de siglos. Arriba había pasillos con despachos, sacerdotes atareados que iban de un lado para otro con el aplomo de quien conoce el terreno. Casi todos vestían trajes con cuello redondo, pecheras y camisas oscuras o grises, y algunos llevaban corbatas o polos bajo la chaqueta; parecían más funcionarios que sacerdotes. Quart no vio ninguna sotana.
El nuevo secretario de monseñor Corvo salió a su encuentro. Era un clérigo blandito, calvo, de aspecto muy limpio y modales suaves, con alzacuello y ropa gris. Sustituía al padre Urbizu, fallecido al caerle encima la cornisa de Nuestra Señora de las Lágrimas. Sin decir palabra lo condujo a través del salón cuyo techo, dividido en sesenta recuadros, contenía emblemas y escenas bíblicas destinadas, en principio, a alentar las virtudes de los prelados sevillanos en el gobierno de su diócesis. Había allí una veintena de frescos y lienzos, entre ellos cuatro Zurbarán, un Murillo y un Matia Preti con San Juan Bautista degollado; y mientras caminaba junto al secretario se preguntó Quart por qué en las antesalas de los obispos y de los cardenales era tan frecuente tropezarse con la cabeza de alguien sobre una bandeja. Aún tenía ese pensamiento cuando encontró a don Príamo Ferro. El párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas estaba de pie en un extremo, obstinado y oscuro como el color de su vieja sotana. Conversaba con un clérigo muy joven, rubio y con lentes, a quien Quart identificó como el albañil que lo había estado observando en la puerta de la iglesia cuando conoció al padre Ferro y a Gris Marsala. Los dos sacerdotes se interrumpieron para mirarlo, impasibles los ojos del párroco, hosco y desafiante el joven. Quart les dirigió una leve inclinación de cabeza, pero ninguno hizo ademán de responder al saludo. Era evidente que llevaban tiempo esperando, y nadie les había ofrecido una silla.
Su Ilustrísima don Aquilino Corvo, titular de la sede hispalense, solía adoptar la pose de