– La secularización del edificio, requisito previo a su demolición, se nos ha complicado mucho -la gravedad del arzobispo no bastaba para disimular su recelo frente a Quart. Elegía con sumo cuidado las palabras, calculando las implicaciones de cada una-. Hay un antiguo privilegio de 1687, otorgado con sanción papal ese mismo año por mi ¡lustre antecesor en esta sede hispalense, que es terminante: mientras se diga misa cada jueves en la iglesia por el alma de Gaspar Bruner de Lebrija, su benefactor, ésta conservará sus fueros.
– ¿Por qué los jueves?
– Por lo visto murió ese día. Los Bruner eran poderosos, así que imagino que don Gaspar debía de tener a mi ilustre antecesor bien agarrado por el pescuezo.
– Y el padre Ferro, por supuesto, dice una misa cada jueves…
– La dice cada día de la semana -confirmó el arzobispo-. A las ocho de la mañana, salvo domingos y festivos que dice dos.
Quart se inclinó un poco hacia la mesa, con falsa inocencia:
– Pero Su Ilustrísima posee autoridad para llamarlo al orden.
El arzobispo lo miró torvamente. El anillo se le movía en la mano impaciente, estropeando el bello efecto de luz.
– No me haga reír -no parecía propenso a la risa en lo más mínimo, y el tono se hizo desabrido-. Usted sabe que no es un problema de autoridad. ¿Cómo va a impedirle un arzobispo a un párroco que diga misa?… Lo que hay es un problema de disciplina. Aunque sea un hombre de edad, ultraconservador incluso en algunos aspectos de su ministerio, el padre Ferro mantiene posturas muy personales. Entre otras, se pone por montera todas mis pastorales y llamadas al orden.
– ¿Ha considerado Su Ilustrísima la suspensión de ese sacerdote?
– He considerado, he considerado… -monseñor Corvo miraba a Quart con irritación-. Las cosas no son tan simples. Pedí a Roma la suspensión
Quart pasó por alto la ironía. No te quieres mojar, pensaba. Por eso nos pasas la patata caliente. Es mejor que los verdugos sean otros y conservar las manos limpias.
– ¿Y mientras tanto, Monseñor?
– Pues todo en el aire. El Banco Cartujano tiene a punto una operación para utilizar el solar, de la que mi diócesis -monseñor Corvo pareció reflexionar sobre aquel posesivo y rectificó suavemente-: esta diócesis, saldría muy beneficiada. Aunque no tengamos otro derecho sobre ese terreno que el moral, fruto de tres siglos de culto, el Cartujano nos cede una generosa compensación. Buena en estos tiempos en que los cepillos de cualquier parroquia crían telarañas -el arzobispo se permitió una leve sonrisa a cuenta de su chiste, que Quart puso buen cuidado en no secundar-. Además, el banco se compromete a financiar una iglesia en uno de los barrios más pobres de Sevilla, y a crear una fundación de apoyo a nuestra obra social entre la comunidad gitana… ¿Qué le parece?
– Convincente -repuso Quart, ecuánime.
– Pues ya ve. Todo paralizado por la obstinación de un cura a punto de jubilarse.
– Pero es muy querido en su parroquia. Al menos eso cuentan.
Monseñor Corvo puso de nuevo en juego la mano del anillo. Esta vez la alzó, adversativa, antes de situarla junto a la cruz de oro que le colgaba del pecho.
– Tampoco hay que exagerar. Los vecinos lo saludan y una veintena de beatas va a misa. Aunque eso no significa nada. La gente grita «bendito el que viene en nombre del Señor», y al rato se aburre y te crucifica -el arzobispo miraba, indeciso, las pipas alineadas sobre la mesa; por fin eligió una curva, con anillo de plata-. He buscado algo disuasorio. Incluso consideré alterar su prestigio entre los feligreses, tras sopesar mucho el bien y el mal que de ello se desprendería. Pero temo ir demasiado lejos, y que el remedio sea peor que la enfermedad. También nos debemos a esa gente, y el padre Ferro es un hombre obstinado pero sincero -golpeaba un poco la cazoleta de la pipa contra la palma de la mano-. Quizá usted, que tiene más práctica en llevar a la gente de Caifás a Pilatos…
Era un insulto evangélico formulado de modo impecable, así que Quart no tuvo nada que objetar. Su Ilustrísima abrió un cajón de la mesa para extraer una lata de tabaco inglés y se puso a llenar la cazoleta, dejando a cargo de su interlocutor el trabajo de proseguir la conversación. Quart inclinó un poco la cabeza; sólo mirándole directamente los ojos era posible percibir su sonrisa. Pero el arzobispo no lo miraba.
– Naturalmente, Monseñor. El Instituto para las Obras Exteriores hará lo posible por aclarar este desorden -comprobó con satisfacción que se crispaba el gesto de Su Ilustrísima-. Aunque tal vez desorden no sea la palabra adecuada…
Monseñor Corvo estuvo a punto de perder la compostura, pero se rehizo admirablemente. Durante cinco segundos permaneció en silencio, introduciendo el tabaco en la pipa. Cuando por fin habló, el despecho era perceptible en su tono de voz: