– Pues éste lo siguió también. A la semana, mi caballo de Troya se pasó al enemigo. Por supuesto, he tomado medidas -el arzobispo hizo un gesto para barrer al vicario de encima de la mesa-… En cuanto a mi secretario, continuó visitando la iglesia y a los dos sacerdotes. Incluso consideré la posibilidad de retirarles la imagen de Nuestra Señora de las Lágrimas, que es una talla antigua, muy valiosa. Pero justo el día que el pobre Urbizu iba a plantear esa eventualidad, un trozo de cornisa se desprendió del techo y le abrió la cabeza.
– ¿Hubo investigación?
El arzobispo observó a Quart en silencio, la pipa entre los dientes. Parecía no haber oído la pregunta.
– Sí -dijo al cabo de un momento-. Porque en este caso todo ocurrió sin testigos, y además yo lo tomé como… Bueno. Un asunto personal -volvió a situar una mano sobre el pecho mientras Quart recordaba las palabras de monseñor Spada: «Ha jurado no dejar piedra sobre piedra»-… Pero la investigación coincidió en que tampoco había indicios de homicidio.
– ¿El informe excluía una muerte provocada y no probada?
– No, pero técnicamente era casi imposible. La piedra cayó del techo. Nadie pudo tirarla desde allí.
– Salvo la Providencia.
– No diga estupideces, Quart.
– No es mi intención, Monseñor. Sólo constato la veracidad del informe de
– Eso es una atrocidad sin sentido. Y precisamente lo que temo: que empiecen con las tonterías sobrenaturales y nos metan de por medio a nosotros, como si esto fuese una novela de Stephen King. Ya nos ronda un periodista, un tipo desagradable que anda fastidiando con la historia. Si lo encuentra en su camino, cuídese de él. Dirige una revista de escándalos llamada Q+S, y es quien publica esta semana la foto de Macarena Bruner en situación comprometida con un torero. Se llama, y no es un chiste, Honorato Bonafé.
Quart encogió los hombros.
–
– Ya. Muy espectacular. Ahora dígame para defenderse de quién. ¿De nosotros? ¿Del banco? ¿Del Maligno?… Yo tengo mis ideas sobre
– Podríamos compartirlas, Monseñor.
Cuando bajaba la guardia, a los ojos de Aquilino Corvo asomaba el desprecio que sentía por Quart. Ahora le enturbió la mirada unos segundos, antes de ocultarse tras el humo de la pipa.
– Gánese el sueldo. Para eso ha venido.
Sonrió de nuevo Quart. Cortés, disciplinado:
– Hábleme entonces Su Ilustrísima del padre Ferro.
Durante cinco minutos, entre chupada y chupada a la pipa y con muy escaso sentido de la caridad pastoral, monseñor Corvo se despachó a gusto con la biografía del párroco. Tosco cura rural durante casi toda su vida: desde los veintitantos a los cincuenta y cuatro años, en un pueblo perdido del Alto Aragón; un lugar olvidado de Dios donde se le fueron muriendo los feligreses, uno por uno, hasta que se quedó sin parroquia. Después, diez años en Nuestra Señora de las Lágrimas. Cerril, fanático, inculto y reaccionario como una mula de varas. Sin el menor sentido de lo posible, del
– Y sin embargo -concluyó el arzobispo- en otras cosas resulta de lo más contradictorio y avanzado. Inoportunamente avanzado, diría yo.
– ¿Por ejemplo?
– Su postura sobre los anticonceptivos, sin ir más lejos: descaradamente a favor. O los sacramentos a homosexuales, divorciados y adúlteros. Hace un par de semanas bautizó a un niño al que el titular de otra parroquia había negado las aguas porque sus padres no estaban casados. Cuando su colega fue a pedirle explicaciones, respondió que él bautizaba a quien le daba la gana.
A Su Ilustrísima se le había apagado la pipa. Encendió otro fósforo y miró a Quart por encima de la llama.
– En resumen -añadió-. Una misa en Nuestra Señora de las Lágrimas es como viajar en un túnel del tiempo que pegue saltos hacia adelante y hacia atrás.
Quart disimuló una sonrisa.
– Me lo imagino -dijo.