Читаем La piel del tambor полностью

Los dos hombres lo miraban; incómodo el arzobispo, la pipa entre los dientes y el ceño fruncido. Inmóvil el párroco, clavados en Quart unos ojos a los que el interrogatorio, más adecuado para un delincuente que para un sacerdote de sesenta y cuatro años, había velado con la humedad rojiza, contenida, de lágrimas que se niegan a salir. Quart se removió en la silla, ocultando su embarazo bajo el gesto de anotar en una tarjeta. Aquello era golpear a un hombre con las manos atadas.

– Recapitulando -ahora suavizaba un poco el tono; consultó innecesariamente sus notas para eludir la mirada del párroco-: Usted niega ser autor del mensaje recibido en la Santa Sede, y niega asimismo conocimiento del hecho, o sospechas sobre el autor y sus intenciones.

– Lo niego -repitió el padre Ferro.

– ¿Ante Dios? -preguntó Quart, excesivo, siempre un poco avergonzado de sí mismo.

El viejo sacerdote se giró hacia monseñor Corvo, en demanda de un auxilio que el otro no podía eludir. Oyeron al arzobispo carraspear mientras alzaba la mano del anillo pastoral.

– Dejaremos al Todopoderoso fuera de esto, si no les importa -el prelado lo miraba entre el humo de su pipa-. No creo que esta conversación incluya la responsabilidad de tomar juramento a nadie.

Aceptó Quart en silencio, volviéndose de nuevo al párroco:

– ¿Qué puede contarme de Óscar Lobato?

El cura encogió los hombros.

– Nada, salvo que es un excelente joven y un digno sacerdote -había un leve temblor en su barbilla mal afeitada-. Lamentaré separarme de él.

– ¿Tiene su vicario conocimientos avanzados de informática?

Entrecerró los ojos el padre Ferro. Ahora la suya era una mirada recelosa, semejante a la del campesino que ve acercarse nubes de pedrisco.

– Eso deberían preguntárselo a él -dirigió un vistazo a la estilográfica de su interlocutor e hizo un gesto cauto, indicando la puerta con el mentón-. Está ahí, esperándome.

Quart sonreía de modo casi imperceptible, seguro en apariencia, pero había algo en todo aquello que lo hacía sentirse igual que si caminara en el vacío. Algo fuera de lugar, como una nota falsa. El padre Ferro estaba diciendo casi todo el tiempo la verdad, pero inserta en ello había una mentira; tal vez una sola, tal vez no demasiado grave, pero que alteraba la consistencia del conjunto.

– ¿Qué me dice de Gris Marsala?

Los labios del párroco se endurecieron.

– La hermana Marsala tiene dispensas de su orden -miraba al arzobispo como si lo pusiera por testigo-. Es libre de entrar y salir, y trabaja de forma voluntaria. Sin ella, el edificio se habría venido abajo.

– Algo abajo se vino ya -dijo monseñor Corvo.

No había podido reprimirse; sin duda pensaba en el trozo de cornisa y en su difunto secretario. Quart seguía pendiente del sacerdote:

– ¿Cuál es la naturaleza de su relación con usted y el vicario?

– La normal.

– No sé lo que considera normal -Quart calculaba su desdénal milímetro, con mala fe-. Ustedes, los viejos curas rurales, tienen una equívoca tradición de normalidad en cuanto a amas y sobrinas…

Vio por el rabillo del ojo que monseñor Corvo casi pegaba un salto en el sillón. Se trataba de una provocación consciente, y el objetivo era obvio. Atrapó al vuelo un relámpago de cólera.

– Oiga -la ira blanqueaba los nudillos del párroco en los puños apretados-. Espero que no esté… -se interrumpió de pronto para observar a Quart con fijeza, como grabándose en la memoria hasta el último detalle de su cara-. Hay quien podría matarlo por eso.

La amenaza no desentonaba con el carácter sacerdotal del padre Ferro, ni con su aspecto seco, endurecido bajo aquella sotana llena de manchas que oscilaba a impulsos de la ira. Quizás yo mismo, decía esa apariencia. El asunto quedaba a la libre interpretación de cada cual.

Quart miró al sacerdote con perfecta calma:

– ¿Como su iglesia, por ejemplo?

– ¡Por el amor de Dios! -terció el arzobispo, escandalizado-. ¿Es que se han vuelto locos?

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