Sobrevino un largo silencio. El rectángulo de luz en la mesa de monseñor Corvo se había desplazado a la izquierda, lejos del alcance de su mano, y enmarcaba el tomo de
–
– No sé de qué me habla.
– Figuran en el mensaje que alguien introdujo en la Santa Sede. Y se refieren a su iglesia… ¿Cree que puede haber un designio providencial en todo esto?
– No estoy obligado a responder a esa pregunta.
Quart se encomendó a monseñor Corvo, pero éste se lavaba las manos con su más diplomática sonrisa:
– Es cierto -confirmó, encantado con las dificultades de Quart-. Tampoco quiso responderme a mí.
Era una pérdida de tiempo. El agente del IOE tenía constancia de que todo aquello no llevaba a ninguna parte, pero había un ritual que cumplir. Así que adoptó un tono muy oficial para preguntarle al cura si era consciente de lo que se estaba jugando. Los sesenta y cuatro años del otro se burlaron, sarcásticos, a modo de respuesta. Impasible, Quart siguió recorriendo el formulario: necesidad del informe, posible punto de partida para graves medidas disciplinarias, etcétera. Que el padre Ferro se encontrara a un año de la jubilación, por encima del bien y del mal como quien dice, no bastaba para asegurar la tolerancia de sus superiores. En la Santa Sede…
– No sé nada de esas muertes -le cortó el párroco, a quien la Santa Sede tenía ostensiblemente sin cuidado-. Fueron accidentes.
Quart se lanzó por la brecha:
– ¿Quizá muy oportunos desde su punto de vista?
Había un tonillo de camaradería, una insinuación del tipo vamos, hombre, ábrase un poco y procuremos arreglar esto de una puñetera vez. Pero el viejo tenía las conchas blindadas:
– Antes mencionó a la Providencia. Plantéele a ella la cuestión, y yo rezaré por usted.
Respiró Quart despacio, un par de veces, antes de intentarlo de nuevo. Lo que más le irritaba era el buen rato que debía de estar pasando Su Ilustrísima, en butaca de patio y escudado tras el humo de la pipa.
– ¿Está usted en condiciones de asegurar, bajo su carácter sacerdotal, que no medió intervención humana en las dos muertes de su parroquia?
– Vayase al infierno.
– ¿Perdón?
Hasta el neutral monseñor Corvo había dado otro respingo en su asiento. El párroco lo miraba:
– Con todo el respeto que debo a Su Ilustrísima, me niego a seguir contestando a este interrogatorio, y desde ahora guardaré silencio.