Читаем La piel del tambor полностью

Sobrevino un largo silencio. El rectángulo de luz en la mesa de monseñor Corvo se había desplazado a la izquierda, lejos del alcance de su mano, y enmarcaba el tomo de La imitación de Cristo, donde el padre Ferro mantenía ahora fija su mirada. Quart observó al anciano, interesado. Se parecía mucho a otro sacerdote a quien él nunca se quiso parecer; el hombre al que casi había logrado olvidar -algún tiempo, desde el seminario, una carta o una postal; y después el silencio- y sólo acudía a su memoria como un fantasma, cuando el viento del sur reavivaba olores y sonidos agazapados en la memoria. El mar batiendo en las rocas y el aire húmedo y salino tierra adentro, y la lluvia. Olor de brasero y mesa camilla en invierno. Rosa rosae, Quoúsque tándem abutere Catilina, Nox atra cava circunvolat umbra. Tic tac de gotas de agua en el cristal empañado de la ventana, campanillazos al alba y un rostro mal afeitado, grasiento, inclinado sobre el altar murmurando plegarias a un Dios duro de oído, vueltos hombre y niño, oficiante y acólito, hacia una tierra estéril orillada a un mar cruel. Del mismo modo, acabada la cena. Éste es el cáliz de mi sangre. Podéis ir en paz. Y la respiración sorda, de animal fatigado, luego en la sacristía, cuando un jovencísimo Lorenzo Quart lo ayudaba a despojarse de los ornamentos bajo manchas de humedad que se extendían por el techo. El seminario, Lorenzo. Irás a un seminario; un día serás sacerdote, como yo. Tendrás un futuro, como yo. Quart detestaba con todas sus fuerzas y toda su memoria aquella tosquedad, la pobreza de espíritu, la misma limitación oscura y miserable, misa de madrugada, siesta en la mecedora oliendo a cerrado y a sudor, rosario a las siete, chocolate con las beatas, un gato en el portal, un ama o una sobrina que de un modo u otro aliviaran la soledad o los años. Y después el final: la demencia senil, la consunción de una vida estéril y sórdida en un asilo con la sopa cayéndole entre las encías desdentadas. Para mayor gloria de Dios.

– Una iglesia que mata para defenderse… -Quart hacía un esfuerzo para regresar al presente y a Sevilla: a lo que era, en vez de a lo que podía haber sido-. Quiero saber cómo interpreta el padre Ferro esas palabras.

– No sé de qué me habla.

– Figuran en el mensaje que alguien introdujo en la Santa Sede. Y se refieren a su iglesia… ¿Cree que puede haber un designio providencial en todo esto?

– No estoy obligado a responder a esa pregunta.

Quart se encomendó a monseñor Corvo, pero éste se lavaba las manos con su más diplomática sonrisa:

– Es cierto -confirmó, encantado con las dificultades de Quart-. Tampoco quiso responderme a mí.

Era una pérdida de tiempo. El agente del IOE tenía constancia de que todo aquello no llevaba a ninguna parte, pero había un ritual que cumplir. Así que adoptó un tono muy oficial para preguntarle al cura si era consciente de lo que se estaba jugando. Los sesenta y cuatro años del otro se burlaron, sarcásticos, a modo de respuesta. Impasible, Quart siguió recorriendo el formulario: necesidad del informe, posible punto de partida para graves medidas disciplinarias, etcétera. Que el padre Ferro se encontrara a un año de la jubilación, por encima del bien y del mal como quien dice, no bastaba para asegurar la tolerancia de sus superiores. En la Santa Sede…

– No sé nada de esas muertes -le cortó el párroco, a quien la Santa Sede tenía ostensiblemente sin cuidado-. Fueron accidentes.

Quart se lanzó por la brecha:

– ¿Quizá muy oportunos desde su punto de vista?

Había un tonillo de camaradería, una insinuación del tipo vamos, hombre, ábrase un poco y procuremos arreglar esto de una puñetera vez. Pero el viejo tenía las conchas blindadas:

– Antes mencionó a la Providencia. Plantéele a ella la cuestión, y yo rezaré por usted.

Respiró Quart despacio, un par de veces, antes de intentarlo de nuevo. Lo que más le irritaba era el buen rato que debía de estar pasando Su Ilustrísima, en butaca de patio y escudado tras el humo de la pipa.

– ¿Está usted en condiciones de asegurar, bajo su carácter sacerdotal, que no medió intervención humana en las dos muertes de su parroquia?

– Vayase al infierno.

– ¿Perdón?

Hasta el neutral monseñor Corvo había dado otro respingo en su asiento. El párroco lo miraba:

– Con todo el respeto que debo a Su Ilustrísima, me niego a seguir contestando a este interrogatorio, y desde ahora guardaré silencio.

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