Читаем La piel del tambor полностью

Los coches de caballos, pintados de negro y amarillo, se alineaban a la espera de clientes bajo la sombra de los naranjos. Apoyado en la pared de una tienda de recuerdos turísticos, el Potro del Mantelete vigilaba la puerta del Arzobispado. Tenía las manos en los bolsillos de la chaqueta de cuadros demasiado estrecha, abierta sobre un suéter blanco de cuello de cisne que moldeaba sus pectorales enjutos y recios. Un palillo se le movía rítmicamente de una a otra comisura de la boca, y entornaba los ojos bajo las cejas surcadas de cicatrices con la mirada fija en el hueco que enmarcaban las columnas gemelas del pórtico barroco. No lo pierdas de vista, había ordenado don Ibrahim antes de meterse dentro de la tienda a mirar postales y curiosear, porque los tres de plantón hacían demasiado bulto en la acera. Como el Potro era hombre cabal, de confianza, y la espera se prolongaba, don Ibrahim y la Niña Puñales, después de repasar ante la mirada suspicaz del tendero todos los expositores de postales y las vitrinas con camisetas, abanicos, castañuelas y reproducciones en plástico de la Giralda y la Torre del Oro, decidieron trasladarse al bar más cercano, en la otra esquina de la calle, donde la Niña debía de rondar ya la quinta manzanilla. Así que el Potro, en ausencia de nuevas órdenes, no perdía de vista la puerta. En la hora larga que el cura alto llevaba allí adentro, aquél sólo había apartado la mirada dos veces: el tiempo empleado por una pareja de guardias en pasarle por delante, una vez calle arriba y otra, al regreso, calle abajo; momentos dedicados por el Potro a contemplarse detenidamente las puntas de los zapatos. Cuatro cornadas, dos reenganches en la Legión y un cerebro que funcionaba a piñón fijo, contuso por golpes y campanillazos de asalto en asalto, imprimen carácter. Si don Ibrahim o la Niña Puñales hubieran llegado a olvidarlo, él habría sido capaz de permanecer inmóvil noche y día, bajo el sol o la lluvia, hasta ser relevado o caer desfallecido, sin mover los ojos de la puerta del Arzobispado como un concienzudo centinela. Del mismo modo que veintitantos años atrás, durante una bronca impresionante en una plaza de mala muerte, cuando su apoderado le dijo aquello de si no te mata el toro, desgraciado, te mata el público a la salida, el Potro del Mantelete, con el sudor en la cara y el miedo en los ojos, se había ido a los medios con la muleta en la cintura para quedarse allí, inmóvil, hasta que el morlaco -Carnicero, se llamaba- se le vino encima, y con la cuarta y última cornada de su carrera lo sacó para siempre de la plaza y de los toros. Después, episodios similares fueron añadiendo cicatrices a su cuerpo y a su memoria en el pugilismo, en el Tercio y en el penal del Puerto de Santa María. Porque si es cierto que la materia gris del Potro del Mantelete tenía las mismas luces que un trozo de madera, en su caso era ésta, sin duda, madera de héroe.

De pronto vio salir al cura alto. Parecía demorarse en la puerta, indeciso, mirando hacia el interior del edificio como si alguien reclamara desde dentro su atención. Entonces un joven rubio y con lentes salió tras él y se pusieron a conversar en la puerta. El Potro del Mantelete miró hacia el bar donde aguardaban don Ibrahim y la Niña Puñales, pero éstos parecían muy ocupados con la manzanilla. Entonces el Potro se quitó el palillo de la boca, escupió entre sus pies, a la acera, y cruzó la plaza para alertarlos; lo hizo describiendo un círculo cuya tangente pasaba por la puerta del Arzobispado. A medida que se acercaba distinguió mejor el aspecto del cura alto: hubiera podido pasar por uno de esos actores de cine, de no ser por el traje negro, el cuello redondo de la camisa y el pelo como el de un paraca o un legionario. En cuanto al más joven, su aspecto era desaliñado. Tenía la piel clara y granitos en el cuello, como los adolescentes. Y mucha más pinta de cura que el otro.

– Déjenlo en paz -oyó decir al rubio.

El alto lo miraba muy serio.

– Su párroco está loco -respondió-. Vive en otro mundo. Si es usted quien envió el mensaje, le hizo mal servicio a él y a su iglesia.

– Yo no envié nada.

– De eso tenemos que hablar los dos. Muy despacio.

Al rubio le temblaba un poco la voz. Parecía agresivo, aunque tal vez sólo estaba inquieto, o asustado:

– No tengo nada que decirle a usted.

– Ese disco está rayado -el cura alto sonreía de modo desagradable-. Y se equivoca. Tiene muchas cosas que contarme. Por ejemplo…

La conversación quedó atrás a medida que el Potro del Mantelete se alejaba de los curas. Siguió caminando algo más aprisa hasta el bar. Había serrín en el suelo, cáscaras de gambas, y caña de lomo y jamones colgados sobre el mostrador. De pie ante la barra, don Ibrahim y la Niña Puñales bebían en silencio. En la radio, colocada en un estante entre dos botellas de Fundador, cantaba Camarón:


El vino mata el dolor

y la memoria…


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