Читаем La piel del tambor полностью

Sólo al cerrar la tapa del ordenador, mientras recogía los cables y el alimentador, se relajó un poco. Estaba en mangas de camisa, con el cuello suelto, y dio unos pasos por la habitación, junto a las dos camas con baldaquino y la ventana abierta a la plaza Virgen de los Reyes. Era pronto para bajar a comer, así que echó un vistazo a algunos libros sobre Sevilla que había comprado en una pequeña librería frente al Ayuntamiento. En la misma bolsa estaba la revista Q+S, adquirida en un kiosco por recomendación de monseñor Corvo -«Para que se vaya familiarizando con el panorama», había sugerido, mordaz, el prelado-. Observó la portada y luego las fotos del interior. «Un matrimonio en crisis», era el titular. Junto a las imágenes de la mujer con su acompañante, había otra de un hombre joven, muy serio, bien vestido, con cuello blanco y raya impecable en el pelo: «Se confirma la separación. Mientras el financiero Gavira se consolida como hombre fuerte de la banca andaluza. Macarena Bruner trasnocha en Sevilla». Quart arrancó las páginas y las guardó en su maletín. En ese momento se dio cuenta de que en la mesa de noche estaba la edición del Nuevo Testamento que los Gedeones Internacionales distribuían gratis a los hoteles. No recordaba haberlo puesto allí, sino en el cajón donde solía guardar cuanta documentación, publicidad, cartas y sobres le estorbaban. Lo abrió al azar, y comprobó que dos páginas estaban marcadas por una vieja tarjeta postal. En la parte inferior pudo leer: Iglesia de Nuestra Señora de las Lágrimas. Sevilla. 1895. La fotografía era imperfecta, con una especie de halo pálido que envolvía el motivo central; mas la iglesia estaba allí, con sus tonos desvaídos pero inconfundibles: el pórtico de columnas salomónicas, la imagen de la Virgen en su hornacina y con la cabeza intacta, la espadaña del campanario. Parecía en mejor estado que el actual. Ante ella, en la plaza, había un tenderete donde un hombre con faja y sombrero andaluz vendía verduras a dos mujeres de negro de espaldas al fotógrafo. Al otro lado, por la calle estrecha que salía de la plaza, se iba un borrico de aguador, con una tinaja a cada lado del lomo y el propietario transformado en silueta apenas visible, fantasma a punto de desvanecerse en el halo blanco que bordeaba la imagen.

Quart le dio vuelta a la postal. Había unas líneas escritas con letra inglesa de ángulos suaves y tinta ya poco legible, convertida en trazos pálidos de color marrón claro:

Aquí rezo por ti cada día y espero tu regreso, en el lugar sagrado de tu juramento y mi felicidad.

Te amaré siempre.


Carlota


No había matasellos sobre la estampilla intacta de veinticinco céntimos con la efigie de Alfonso XIII niño, y la fecha manuscrita del encabezamiento estaba borrada por una mancha de humedad. Quart descifró un 9 y tal vez un 7 al final, lo que podía significar año 1897. La dirección sí estaba, en cambio, perfectamente clara: Capitán don Manuel Xaloc. A bordo del buque «Manigua». Puerto de La Habana. Cuba.

Cogió el teléfono, marcando el número de Recepción. El conserje negaba que alguien hubiese subido al cuarto ni preguntado por Quart desde las ocho de la mañana, hora en que había comenzado su turno. Tal vez podría informarse con las encargadas de la limpieza. Quart habló con ellas y colgó el teléfono sin averiguar nada. No recordaban haber tocado el Nuevo Testamento, y no podían decirle si estaba en el cajón o sobre la mesa cuando arreglaron la habitación. Pero nadie había entrado allí, excepto ellas.

Fue a sentarse frente a la ventana con la tarjeta en la mano y sin dejar de mirarla. Un barco atracado en el puerto de La Habana en 1897. Un capitán llamado Manuel Xaloc y una tal Carlota que lo amaba y rezaba por él en Nuestra Señora de las Lágrimas. ¿Tenía algún sentido lo escrito en el reverso de la postal, o sólo la foto de la iglesia era lo que contaba?… De pronto recordó el Evangelio de los Gedeones. ¿Marcaba la tarjeta una página, o estaba puesta al azar? Execró su descuido mientras se incorporaba y acudía a la mesa, mas por suerte había dejado el libro abierto boca abajo. Eran las páginas 168 y 169 -San Juan, 2- y aunque no había ningún párrafo subrayado, pudo hallar la cita con facilidad. Era demasiado evidente:

«15 Y haciendo un azote de cuerdas, echó fuera del templo a todos, y las ovejas y los bueyes; y esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas;

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