El cabello de Macarena Bruner resbalaba sobre el hombro cubriéndole media cara, y ella se lo echó atrás con un gesto. Era muy negro y abundante, apreció Quart. Una belleza andaluza semejante a las que pintaba Romero de Torres, o a la Carmen de la Fábrica de Tabacos descrita por Merimée. Cualquier pintor, cualquier francés o cualquier torero podían perder la cabeza por aquella mujer. Durante una fracción de segundo se preguntó si también cualquier cura.
– No debe tener una falsa idea de esa iglesia -puntualizaba ella. Hizo una corta pausa, antes de añadir-: Ni del padre Ferro.
Quart se permitió una risa contenida cuyo objeto, más que otra cosa, era poner aquella incómoda fracción de segundo en el lugar conveniente. Así que buscó aplomo en el sarcasmo:
– No me diga que también forma parte de su club de fans.
Tenía una mano colgando en el brazo del sillón, y a pesar de los cristales oscuros se percató de que ella miraba esa mano. La retiró discretamente, cruzando los dedos con la otra.
Macarena Bruner permaneció unos instantes en silencio. Se había apartado de nuevo el cabello de la cara y parecía meditar sobre la conveniencia de proseguir o no aquella conversación.
– Oiga -dijo por fin-. Gris y yo somos amigas. Y en cuanto a usted, cree que su presencia aquí puede ser útil, aunque sus intenciones no sean buenas.
Quart captó el tono conciliador. Alzó una mano y vio que una vez más ella seguía el movimiento:
– Hay algo que me irrita en todo esto, ¿sabe?… No sé cómo debo llamarla. ¿Señora Bruner?
Estaba incómodo ante su mirada oculta por cristales ahumados, y ella se daba perfecta cuenta de ello.
– Llámeme Macarena.
Se quitó las gafas negras, y a Quart lo sorprendió la belleza de los ojos grandes, oscuros con reflejos de miel. Alabado sea Dios, habría dicho en voz alta de creer realmente que Dios se ocupara de ese tipo de cosas. Así que se limitó a sostener la mirada de aquellos ojos como si la salvación de su alma dependiera de eso. Quizá dependiera, después de todo, si es que había un alma y una Providencia.
– Bien, Macarena -dijo, inclinándose hacia ella hasta apoyar los codos en las rodillas. Al acercarse pudo sentir su perfume; suave, como jazmín-. Algo me irrita mucho en esta historia. Todo el mundo da por sentado que estoy en Sevilla para fastidiar a don Príamo Ferro. Y no es cierto. He venido a elaborar un informe sobre la situación. Y carezco de ¡deas preconcebidas. Lo que ocurre es que el padre está muy poco dispuesto a cooperar -se echó hacia atrás en el asiento, ácido-… En realidad nadie está dispuesto a cooperar.
Ahora fue ella la que sonrió:
– Nadie se fía, y es lógico.
– ¿Por qué?
– Porque el arzobispo ha estado hablando mal de usted. Lo llama
Hizo Quart una mueca. Santo varón, Su Ilustrísima.
– Sí. Somos viejos conocidos.
– Pero lo del padre Ferro puede arreglarse -ella se mordía el labio inferior-. Tal vez yo pueda hacer algo.
– Sería mejor para todos, y en especial para él. Pero dígame por qué lo haría usted… ¿Qué gana en esto?
Movió de nuevo la cabeza, como si eso no tuviera importancia, y el cabello volvió a resbalar sobre el hombro. Se lo apartó, mirando fijamente a Quart.
– ¿Es cierto que el Papa recibió un mensaje?
Era indudable que Macarena Bruner conocía el efecto de sus ojos. Quart tragó saliva con disimulo; mitad por la mirada, mitad por la pregunta.
– Es confidencial -respondió, suavizándolo con una sonrisa-. Comprenda que ni lo confirme ni lo desmienta.
Ella encogió los hombros con desdén:
– Es un secreto a voces.
– En ese caso, permítame no añadir la mía.
Brillaron los ojos oscuros, reflexivos. Macarena Bruner se recostó en un brazo del sofá, y el movimiento hizo que los gatitos bordados bajo su chaqueta se desperezaran, sugerentes.
– La última palabra sobre Nuestra Señora de las Lágrimas la tiene mi familia -explicó-. Quiero decir mi madre y yo. Si el edificio se declara en ruina, y si el Arzobispado autoriza su demolición, la decisión final sobre el destino del solar nos pertenece.
– No del todo -objetó Quart-. Según mis noticias, el Ayuntamiento tiene algo que decir.
– Pleitearemos.
– Pero usted sigue técnicamente casada. Y su esposo…
Lo interrumpió, negando con la cabeza:
– Hace seis meses que vivimos en casas diferentes. Mi marido no tiene derecho a actuar por su cuenta.
– ¿Y no intenta convencerla?
– Lo intenta -ahora Macarena Bruner sonreía de un modo nuevo; un gesto desdeñoso y distante, casi cruel, que le endurecía la boca-. Pero da lo mismo que lo intente o no. Esa iglesia va a sobrevivir.
– ¿Sobrevivir? -se extrañó Quart-. Curiosa palabra. Habla de ella como si estuviera viva.
Le miraba otra vez las manos:
– Tal vez lo esté. Hay muchas cosas que están vivas, aunque no lo parezcan -se había quedado absorta un momento, y pareció regresar bruscamente-. Pero me refería a que es necesaria. El padre Ferro también lo es.
– ¿Por qué? Hay otros curas y otras iglesias en Sevilla.