Читаем La piel del tambor полностью

El aire que don Ibrahim se daba con el sombrero olía a azahar y naranjas amargas. A su lado, en un banco de la plaza Virgen de los Reyes, la Niña Puñales hacía ganchillo mientras vigilaban la puerta del hotel Doña María: cuatro al aire, dejo dos, uno corto y uno largo. La Niña repetía la secuencia moviendo silenciosamente los labios igual que si rezara, con el ovillo sobre la falda mientras el tejido le iba creciendo despacio entre las manos, y las pulseras de plata tintineaban en sus muñecas. Aquella labor era para otra colcha de su ajuar. Hacía casi treinta años que el ajuar de boda de la Niña Puñales amarilleaba entre bolas de naftalina, en un armario de su pequeño piso del barrio de Triana; pero ella seguía añadiéndole piezas como si el tiempo se le hubiera detenido en los dedos, en espera del hombre moreno con ojos verdes que un día vendría a buscarla entre coplas de aguardiente y luna blanca.

Un coche de caballos cruzó la plaza, llevando en la trasera a cuatro hooligans ingleses que bebían cerveza tocados con sombrero cordobés -jugaban el Betis y el Manchester-, y don Ibrahim lo siguió con la vista mientras se retorcía el mostacho entre suspiros de desaliento. Pobre Sevilla, musitó al cabo de un instante, abanicándose más fuerte con el panamá blanco; y la Niña Puñales asintió sin alzar la cabeza, pendiente de su labor: cuatro al aire, dejo dos. Ahora don Ibrahim había tirado la colilla del cigarro puro, y lo miraba consumirse humeando en el suelo. Por fin, con sumo esmero, lo ayudó a morir con la contera del bastón; detestaba a los tipos brutales capaces de aplastar la colilla de un buen cigarro como si en vez de apagarla, la asesinaran. El anticipo de Peregil le había permitido comprar una caja entera, nueva, precinto intacto, de Montecristos; cosa que no podía permitirse desde que el cabo Finisterre era soldado raso. Dos de ellos asomaban, espléndidos, por el bolsillo superior de la americana de su arrugado traje de lino blanco. Se llevó una mano al pecho, palpándolos con ternura. El cielo era azul, olía a azahar, estaba en Sevilla, tenía entre manos un buen negocio, habanos en el bolsillo y treinta mil pesetas en la cartera. Para que su felicidad fuera completa, sólo echaba en falta tres entradas para los toros; tres tendidos de sombra con el Faraón de Camas en el cartel, o esa joven promesa. Curro Maestral; que según el Potro tenía maneras, pero ni punto de comparación con el difunto Juan Belmente que en paz descanse. El mismo Curro Maestral que salía en las revistas entrando a matar a las mujeres de los banqueros. Lo cual, bien mirado, también era asunto de cuernos.

Y hablando de mujeres. El cura alto acababa de aparecer en la puerta del hotel, conversando con una muy aparente. Don Ibrahim le dio con el codo a la Niña Puñales, y ésta interrumpió su labor. La dama llevaba gafas oscuras y era todavía joven, de aspecto agradable, vestida de modo informal pero con ese toque de clase, elegante y desenvuelto, característico de las mujeres andaluzas de buena casta. Ella y el cura se estrechaban la mano. Aquello introducía variantes insospechadas en el asunto, así que don Ibrahim y la Niña Puñales cambiaron significativas miradas:

– Aquí hay tomate, Niña.

– Digo.

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