Movió la cabeza, observando alternativamente el libro y la postal. Pensaba en monseñor Spada y en Su Eminencia el cardenal Iwaszkiewicz, y decidió que no les iba a complacer en absoluto el giro que parecía tomar aquello. Y a él, mucho menos. Alguien era aficionado a cierto tipo de juegos inquietantes, como infiltrarse en ordenadores papales o en cuartos de hotel y evangelios ajenos. Quart pasó revista a todos los rostros hasta ese momento conocidos, preguntándose si entre ellos estaría el que buscaba. Sangre de Dios. Sentía una creciente exasperación, y arrojó libro y postal sobre la colcha de una cama. Tal como estaban las cosas, era lo que faltaba: un fantasma jugando al escondite.
Quart salió del ascensor en la planta baja, pasó junto a la vitrina con la colección de abanicos del hotel y anduvo por el pasillo que rodeaba el vestíbulo. Su silueta negra y sobria contrastaba en el ambiente. El Doña María era un establecimiento de cuatro estrellas para turistas, situado en un bello edificio antiguo de la calle Don Remondo, a dos pasos de Santa Cruz; y a los decoradores se les había ¡do un poco la mano en la planta baja, sobrecargada de motivos folklóricos, toreros y cuadros con mujeres andaluzas de teja y mantilla. En la puerta, una joven guía turística de aire fatigado, que sostenía en alto una pequeña bandera holandesa, congregaba a un grupo multicolor equipado con aparatos fotográficos y cámaras de vídeo. Al acercarse al mostrador para dejar la llave, Quart alcanzó a leer su nombre en la plaquita de plástico que llevaba sobre el pecho: V. Oudkerk. Sonrió compasivo, y la joven le devolvió otra sonrisa resignada antes de alejarse al frente de su tropa.
– Una señora lo espera, don Lorenzo. Acaba de llegar.
Quart miró al conserje, sorprendido, y luego se volvió hacia los sillones del vestíbulo. Había allí una mujer morena, de pelo negro y largo hasta más abajo de los hombros: gafas oscuras, téjanos, zapatos mocasín y americana marrón sobre una camisa azul claro. Parecía muy hermosa, y a medida que Quart se fue acercando y ella se puso en pie pudo confirmarlo mientras apreciaba el contraste del collar de marfil sobre la piel bronceada, la pulsera de oro en la muñeca, el bolso de piel de Ubrique en el sofá, a su lado. La mano delgada, elegante, de uñas perfectas, que extendía ante sí, presta al saludo:
– Me llamo Macarena Bruner.
La había reconocido unos segundos antes, gracias a las fotos de la revista. Quart no pudo evitar quedarse mirando su boca. Era grande, bien dibujada, entreabierta con el leve destello de los incisivos muy blancos bajo el labio superior en forma de corazón. Matizada por un poco de lápiz de labios rosa pálido, casi incoloro.
– Vaya -dijo ella. Parecía estudiarlo con detalle tras sus gafas oscuras, un poco sorprendida-. Realmente tiene buen aspecto.
– También usted lo tiene -respondió Quart, con calma.
Era un poco más baja que él, que rondaba el metro ochenta y cinco. Los téjanos y el cinturón de cuero moldeaban bajo la chaqueta unas caderas atractivas. Llevaba tres gatitos bordados en la camisa, generosamente colmada por los volúmenes correspondientes, y Quart creyó oportuno apartar la mirada, vagamente inquieto, so pretexto de consultar el reloj. Ella lo seguía observando, reflexiva.
– Quisiera que habláramos -dijo por fin.
– Naturalmente. Se lo agradezco, porque pensaba ir a verla -Quart miró a su alrededor-… ¿Cómo ha dado conmigo?
– Una amiga. Gris Marsala.
– Ignoraba que fueran amigas.
La vio sonreír con desenvoltura: un brillo de marfil en la boca, gemelo al del collar sobre la piel color tabaco rubio. Saltaba a la vista que era una mujer segura de sí, tanto por su condición como por su belleza; pero Quart era consciente de que el severo traje negro y el alzacuello la desconcertaban un poco, igual que a Gris Marsala. Era algo frecuente en las mujeres, hermosas o no; como si el hábito sacerdotal situase al hombre fuera del alcance común a su especie.
– ¿Podemos hablar ahora?
– Claro.
Tomaron asiento uno frente al otro. Ella cruzando las piernas, en el sofá que había ocupado mientras esperaba; él en un sillón contiguo.
– Sé a qué ha venido a Sevilla.
– No espere que me sorprenda -Quart esbozaba una sonrisa de resignación-. Mi viaje parece del dominio público.
– Gris me recomendó verlo a usted.
La miró con renovado interés. Mantenía puestas las gafas oscuras, y se preguntó cómo eran sus ojos.
– Qué extraño. Ayer su amiga no parecía dispuesta a cooperar.