Читаем La piel del tambor полностью

El ex falso letrado se puso en pie no sin dificultad, calándose el panamá de paja blanca mientras sostenía el bastón de María Félix con aire resuelto. Dio a la Niña instrucciones para seguir con el ganchillo sin perder de vista al cura alto, y él se puso en marcha con la mayor discreción, propulsando trabajosamente sus ciento diez kilos tras los pasos de la mujer con gafas negras. De ese modo la siguió mientras se internaba en Santa Cruz y torcía a la izquierda por la calle Guzmán el Bueno, hasta verla desaparecer en el portal del palacio conocido como Casa del Postigo. Con el ceño fruncido y los ojos vigilantes, don Ibrahim se acercó al arco de la fachada, pintada de calamocha y cal entre los inevitables naranjos de la placita que le servía de acceso. La Casa del Postigo era un lugar muy conocido en Sevilla: un palacio del siglo xvi, residencia tradicional de los duques del Nuevo Extremo. Así que el indiano tomó buena nota mientras realizaba un reconocimiento táctico. Las ventanas estaban protegidas con verjas de hierro, y bajo el balcón principal un escudo heráldico presidía la entrada con su yelmo ornado con un león por cimera, bordura con áncoras y cabezas de moros o caciques indios, una banda con una granada dentro, y la divisa Oderint dum probent. Que huelan lo que prueben o algo así, tradujo para sus adentros el ex letrado, alabando el evidente sentido común de la frase. Después se adentró como quien no quiere la cosa en el portal oscuro, hacia la cancela de hierro forjado que cerraba el paso al patio interior, bellísimo recinto de columnas mozárabes con grandes macetas de plantas y flores en torno a una fuente muy bonita de mármol y azulejos. Permaneció allí hasta que una sirvienta uniformada de negro se acercó a la cancela, recelosa. Entonces le dedicó su más inocente sonrisa, y levantando un poco el sombrero hizo mutis hacia la calle con la torpeza de un turista despistado. Una vez fuera se detuvo de nuevo ante la fachada. Aún sonreía bajo el frondoso mostacho manchado de nicotina cuando extrajo del bolsillo uno de los cigarros y, cuidadosamente, le quitó la vitola. Montecristo, Habana, rezaba en torno a la minúscula flor de lis. Horadó el extremo con una navajita que llevaba en la cadena del reloj. La navajita era un detalle -solía contar- de sus amigos Rita y Orson, en memoria de aquella tarde inolvidable en La Habana Vieja, cuando les enseñó la fábrica de tabacos Partagás, en la esquina de Dragones y Barcelona, y luego Rita y él estuvieron bailando en el Tropicana hasta las tantas. Andaban por allí rodando La dama de Shanghai o algo parecido, y Orson se emborrachó hasta las cejas y todos se habían dado besos y abrazos, y terminaron regalándole aquella navajita con la que el Ciudadano Welles capaba los vegueros. Sumido en el recuerdo, o tal vez en lo imaginario del recuerdo, don Ibrahim se puso el habano entre los labios, haciéndolo girar mientras saboreaba la hoja de tabaco puro de su envoltura exterior. Interesantes, se dijo, las amistades femeninas del cura alto. Después acercó el mechero al extremo del Montecristo, disfrutando por anticipado de la media hora de placer que tenía por delante. Para don Ibrahim, la vida era inconcebible sin un cigarro cubano que llevarse a la boca. Su aroma obraba el milagro de reconstruirle un pasado glorioso, y Sevilla, La Habana -tan parecida-, su juventud caribeña en la que ni él mismo era capaz de distinguir lo real de lo inventado, se fundían con la primera bocanada de humo en un ensueño tan extraordinario como perfecto.


La luz de puticlub era roja, y en el estéreo cantaba Julio Iglesias. El vaso de Celestino Peregil tintineó cuando Dolores la Negra le puso más hielo en el whisky.

– Qué buena estás, Loli -dijo Peregil.

Era la enunciación de un hecho objetivo. Dolores movió las caderas detrás de la barra, pasándose un cubito de hielo por el ombligo desnudo, bajo la camiseta corta que le sujetaba dos senos enormes, oscilantes al ritmo de la música. Era una hembra grande, agitanada, treintañera larga, con más tiros que la ventana de un bosnio.

– Te voy a echar un polvo glorioso -anunció Peregil, pasándose una mano por la cabeza para acomodarse el pelo que le camuflaba la calva-. Que vas a caerte de la cama.

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