Читаем La piel del tambor полностью

Quart le echó una ojeada al lugar. Del otro lado de una mampara de vidrio se veía la cabeza de un magrebí con un ojo a la funerala. Estaba sentado frente a un robusto policía en mangas de camisa que movía los labios con cara de pocos amigos, igual que en una película muda. A este lado de la mampara había en la pared una foto enmarcada del rey, un calendario donde los días transcurridos estaban tachados con saña, un archivador gris con una pegatina de la Expo 92 y otra con la hoja de la marihuana, un ventilador, fotos de delincuentes en un tablón de corcho, una diana con dardos y la pared llena de agujeros alrededor, y un póster con varios policías norteamericanos dándole una paliza de ordago a un negro, bajo la leyenda: Quien bien te quiere te hará llorar.

– ¿Qué hay del padre Urbizu? -preguntó Quart.

El subcomisario se rascaba una oreja. Pareció decepcionado al terminar y mirarse el dedo.

– Tres cuartos de lo mismo, páter. Esta vez no hubo testigos, pero mi gente revisó la iglesia centímetro a centímetro. Tal vez quiso apoyarse en un andamio, o lo movió de forma accidental -se puso a balancear las manos igual que un andamio oscilante, con tanto realismo que él mismo se detuvo, como si aquello le diera vértigo-… El extremo superior del andamiaje tocó, e hizo saltar, un gran trozo de escayola de la cornisa que hay arriba; posiblemente ya estaba suelto y sostenido de milagro, si me permite la frase, por la misma estructura metálica. Con tan mala suerte que en cuanto ésta se movió un poco, los diez kilos largos fueron a caerle encima de la cabeza. Imagino que oyó ruido, miró arriba, y zaca.

El relato iba acompañado de la mímica correspondiente, que el subcomisario concluyó volcando una mano hacia arriba sobre la mesa, como si se tratase del padre Urbizu en el momento de pasar a mejor vida. Después se quedó mirando pensativo su propia mano agonizante, y alargó la otra hacia el botellín.

– También es mala suerte -dijo, reflexivo, tras liquidar la cerveza.

Quart, que había sacado un par de tarjetas para tomar notas, sostuvo en alto la estilográfica:

– Pero ¿por qué se cayó la cornisa?

– Depende -Navajo miraba con recelo las tarjetas. Después empezó a sacudirse miguitas de tortilla de la camisa-. Según Newton, porque como resultante de la atracción terrestre y de la fuerza centrífuga en el movimiento de rotación, cualquier objeto abandonado a sí mismo en las proximidades de la superficie de la tierra adquiere una aceleración vertical, directa, sobre la cabeza de los secretarios de arzobispo que se levantan con el pie izquierdo -miró a Quart, como preguntándole qué tal-. Espero que lo haya anotado bien. Eso para que luego digan que la policía no trabaja según bases científicas.

Quart advertía el mensaje. Se echó a reír, guardando de nuevo tarjetas y estilográfica. El subcomisario lo miraba hacer con ojos inocentes.

– ¿Y según usted?

Navajo encogió los hombros bajo la holgada camisa roja. Nada de aquello era importante, ni secreto, pero saltaba a la vista que deseaba mantener el carácter oficioso. Una vez establecidos los resultados de muerte accidental, Nuestra Señora de las Lágrimas seguía siendo asunto exclusivamente eclesiástico. Corrían rumores sobre las presiones especulativas del ayuntamiento y los bancos, y los jefes del subcomisario eran partidarios de mantenerse al margen. A fin de cuentas, aunque español de origen, sacerdote y viejo conocido del subcomisario, Quart era agente de un Estado extranjero.

– Según nuestros expertos -respondió Navajo- la cornisa se cayó porque el fragmento ya estaba dañado, como lo demostró un estudio pericial posterior. Detectamos una bolsa de humedad detrás, en la pared, filtrada por unas junturas del tejado durante años y años.

– ¿De veras descartan por completo la intervención humana?

El subcomisario puso cara de guasa, pero se contuvo. Al fin y al cabo, estaba en deuda con Quart.

– Oiga, páter. Aquí, en la policía, al ciento por ciento no descartamos ni que Judas fuera asesinado por alguno de sus once colegas; así que dejémoslo en un noventa y cinco. De cualquier modo es improbable que alguien le dijera a ese infeliz: oye, espera aquí un momento; y después trepase al andamio, arrancara un trozo de cornisa, y se lo dejase caer encima, fiuuuuu, mientras el otro miraba hacia arriba -los dedos del subcomisario habían trepado al andamio, descendido en forma de objeto contundente, y ahora estaban, como se veía venir, inertes sobre la mesa esperando al forense-. Eso sólo pasa en los dibujos animados.


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