Se santiguó mecánicamente. En torno al Cristo, protegido por una urna de cristal, colgaba medio centenar de polvorientos exvotos: manos, piernas, ojos, cuerpos de niños de latón y cera, trenzas de cabello, cartas, cintas, notas y placas agradeciendo tal curación o cual remedio. Incluso una vieja medalla militar de la guerra de África atada con las flores secas de un ramo de novia. Como cada vez que tropezaba con semejantes muestras de devoción, Quart se preguntó cuántas angustias, noches en vela junto a un lecho de enfermo, oraciones, historias de dolor, esperanza, muerte y vida, había en cada uno de aquellos objetos que, a diferencia de otros párrocos más a tono con los tiempos, don Príamo Ferro conservaba junto al Jesús Nazareno de su pequeña iglesia. Era la religión de antes, la de siempre, la del sacerdote de sotana y latín, intermediario imprescindible entre el hombre y los grandes misterios. La iglesia del consuelo y la fe, cuando las catedrales, las vidrieras góticas, los retablos barrocos, las imágenes y las pinturas que mostraban la gloria de Dios cumplían la misión desempeñada ahora por las pantallas de los televisores: tranquilizar al hombre ante el horror de su propia soledad, de la muerte y del vacío.
– Hola -dijo Gris Marsala.
Se había deslizado hasta él por la estructura de tubos de un andamio y ahora lo miraba, expectante, con las manos en los bolsillos traseros de los téjanos. Vestía las mismas ropas manchadas de yeso que la vez anterior.
– No me dijo que era monja -le reprochó Quart.
La mujer contuvo una sonrisa, tocándose el pelo encanecido. Seguía llevándolo sujeto en una corta trenza.
– Es cierto. No lo hice -los ojos claros y amistosos lo estudiaron de arriba abajo, como si quisieran confirmar algo-. Creí que un sacerdote sería capaz de olfatear esas cosas sin ayuda de nadie.
– Soy un sacerdote muy lerdo.
Hubo un corto silencio. Gris Marsala sonreía:
– Pues no es eso lo que cuentan de usted.
– Vaya. ¿Quién lo cuenta?
– Ya sabe: arzobispos, párrocos enfurecidos -el acento norteamericano se hacía más intenso entre tanta ere y erre-. Mujeres guapas que lo invitan a cenar.
Quart se echó a reír.
– Es imposible que usted sepa eso.
– ¿Por qué? Existe un invento llamado teléfono. Una lo descuelga y habla. Macarena Bruner es amiga mía.
– Extraña amistad. Una monja y la mujer de un banquero que escandaliza a Sevilla…
Gris Marsala lo miró con dureza:
– Eso tiene muy poca gracia.
Se había revuelto, tenso el rostro, y él movió la cabeza, conciliador, seguro de haber ido demasiado lejos. Más allá del puro interés táctico, sentía la injusticia de su propia reflexión. No juzguéis y no seréis juzgados.
– Tiene razón. Disculpe.
Apartó la vista. Incómodo, preocupado por el desliz, intentaba aclarar las causas de su propia impertinencia. Los reflejos de miel y el collar de marfil sobre la piel de Macarena Bruner rondaban su memoria, inquietantes. De nuevo afrontó a Gris Marsala. Ahora ya no parecía furiosa, sino apenada:
– No la conoce como yo.
– Desde luego.
Quart asintió despacio, a modo de disculpa, y dio unos pasos en busca de tregua. Se adentró así en la nave para observar una vez más los andamios contra los muros, la mayor parte de los bancos corridos y puestos en un rincón, la pintura del techo, ennegrecida entre cercos de humedad. Al fondo, junto al retablo en penumbra, brillaba la lamparilla del Santísimo.
– ¿Qué tiene usted que ver con esto?
– Ya se lo dije: trabajo aquí. Soy arquitecto-restauradora de verdad. Titulada. Universidades de Los Ángeles y Sevilla.
Los pasos de Quart resonaban en la nave. Gris Marsala caminó a su lado, silenciosa con sus zapatillas de tenis. Entre las manchas de humedad y humo que ennegrecían la bóveda asomaban restos de pinturas: las alas de un ángel, la barba de un profeta.
– Se han perdido para siempre -dijo la mujer-. Imposible restaurarlas ya.
Quart miraba la grieta que partía la frente de un querubín como un hachazo.
– ¿Es verdad que la iglesia se está cayendo?
Gris Marsala hizo un gesto de fatiga. Parecía haber oído demasiadas veces esa pregunta.
– Es lo que dicen en el Ayuntamiento, el banco y el Arzobispado para justificar el derribo -alzó una mano, abarcando la nave con el gesto-. El edificio está mal y no ha sido cuidado en los últimos ciento cincuenta años; pero su estructura sigue sólida. Ni en los muros ni en la bóveda hay grietas irreversibles.
– Pero al padre Urbizu -objetó Quart- le cayó encima un trozo del techo.
– Sí. Fue ahí, ¿lo ve? -la mujer indicaba un desperfecto de casi un metro de longitud, en la cornisa que circundaba la nave a diez metros de altura-. Ese fragmento de escayola dorada que falta sobre el pulpito. Un caso de mala suerte.
– El
– El arquitecto municipal se cayó del tejado por su cuenta. Nadie le dijo que podía subir allí.